¡Pobre China! Sus
hermanos, todos muertos. Ella, sola su alma, en ese caserón enorme, con
innumerables cuartos y varios patios.
Mientras pudo,
anduvo bien.
Cuando empezó a
las patinadas, y éstas eran cada vez más grandes, comenzamos a sugerirle que así
no podía seguir.
Le proponíamos como compañía a esa mujer, a aquella otra. No
había caso. Ninguna le venía bien. Quería seguir siendo el cacique sin plumas,
dueña y señora de su toldería.
Cuando una
pariente le decía:
-China, si querés, hoy vengo a dormir con vos. La única
respuesta era un gesto, que sólo ella entendía. Después, supimos que, en
realidad, quería decir:
-¿Venís a dormir acá? ¡Ni se te ocurra! ¿Cómo te atrevés a
interrumpir mi soledad, tan grata para mí? ¿Vos pensás que vas a entrar en mis
dominios?
Y la pobre
visita, se moría en la vereda, esperando que le abriera. Se gastaba los dedos tocando el timbre, se rompía las manos
golpeando las ventanas, se quedaba sin voz, gritando:
-¡China, por favor, abrime!
China nos mostraba, matándose de risa, las
enormes trancas de hierro, que colocaba del lado de adentro, que ella misma
retiraba por las mañanas, cuando el sol estaba alto, y que guardaba con esmero
para otra ocasión.
Después, la
visita inoportuna, pasaba a verla y le decía:
-China, anoche vine, no me abriste. ¿Qué pasó?
-¿Viniste? No sé, no te oí.
Perdía las llaves
que antes había escondido, no tenía como abrir la puerta de calle, un zaguán pesado, antiguo.
Entraba en pánico. Salía al balcón y llamaba “a las chicas de Arias” que vivían
enfrente. Cruzaban Fela y Marica con el juego de llaves salvador. Lo complicado
fue cuando también perdía las llaves de repuesto.
En una de mis
visitas, me contó, muerta de risa, que se le había prendido fuego la campera
azul que tenía puesta, que le dio gran trabajo sacársela con las llamas. Ese
episodio, gracioso para ella, terrible para mí, fue el último.
Se acabó el
caserón, se acabó su libertad,
terminaron sus relatos graciosos.
La anciana pícara
y libre, se convirtió en un ente: muda, sin alma; sólo la muerte la liberó.
Yo quedé presa de
mi culpa por haber sido quien la sacó de su casa.
Sé que no había
otra solución, pero no me lo puedo perdonar.
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AMELIA REQUENA
ANTEOJOS NEGROS.
Editorial Hylas
Buenos Aires- 2007
AMELIA REQUENA
ANTEOJOS NEGROS.
Editorial Hylas
Buenos Aires- 2007
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