Dice Jaime: “Yo soy un ser de una gran fecundia verbal.
Capaz de hablar horas, días, años. Porque es como pircar; un viejo oficio de
hombre que llevo puesto en la sangre, que lo he heredado de los mayores
boliches, de la gente que no sabe que sabe, pero cuando empieza a averiguar le
sale ese saber que ellos no saben: el saber popular.
Me jugué todo lo que tenía a las manos de
los hombres simples de la tierra. Creo en ellos. Me visto con las ropas que
ellos hacen. Todas las palabras que hablo están potenciadas con el símbolo que
callan los otros, aquellos que me enseñaron a hablar callando.
El silencio es el creador de la música. Los
pueblos que han perdido el silencio han perdido también el oído para la música.
No pueden distinguir el sol ni el fa de la claridad del mediodía o el
atardecer. Ni en la luz lo que hay de música. Ni lo que hay de potencial música
en la apertura de una boca que ya va a cantar y que no canta nunca. O que ha
terminado de cantar una baguala y se ha quedado dormido, de noche, echado como
un ciego.
El hombre es un animal religioso. Debe
tener fe. Fe en sí mismo, fe en algo superior, fe en algo que existe más allá.
Porque todo lo superior que se enuncia en nosotros es, simplemente, la
anticipación de la existencia de algo lejano. Ciegos hay que ven más claro que
los que abren los ojos. Ciegos que ven para adentro, adentro de su alma.
Soy de difícil callar, largo demasiado el
buche. Por eso nunca puedo estar metido en una cosa tramposa. Yo soy este que
se ve de mí. Esto que soy en lo visible. No soy más que la apariencia, sombra
que anda caminando, como dice la copla. En la copla, en los modos de conducta,
hay un montón de cosas del folclore que uno no atina a saber de dónde vienen:
es sabiduría vieja. Actitudes que he visto de mi padre que se repiten ahora en
mí, como si yo fuera hoy el fantasma de él y todo eso en alguna medida muestra
a aquel que asume a su padre, a su madre, a su patria, a su tierra. Acepta eso,
se lo carga al hombro, con todos sus defectos, con todas sus virtudes.
(...)
La literatura, si no imita la vida, no
es literatura. Ella traduce la vida profundamente. Leer es vivir. Y a pesar de
que la literatura es letra... Pero la letra muerta no tiene sentido. Es apilar
noticias o información idiota, cuando hay cosas tan sustanciales para decir y
pensar, o dejar enunciadas para que otro las siga pensando. Porque no todo se
lo puede decir. A veces más importante que decir es enunciar cosas. Por eso
creo en la brevedad de la poesía que enuncia cosas.
Uno debe pensar todos los días en que nace
a la mañana y muere un poco con el día, al atardecer. Cada día es el aula donde
uno aprende el oficio más importante; el oficio de ser hombre. Y el hombre,
según Kierkegaard, es un ser nacido para la muerte. Lo importante es que lo
sepa. No que luche desesperadamente por llegar a la muerte, pero que tenga el
coraje de sonreír cuando la tenga a su lado. Con la inminencia de que se
acostará en nuestros huesos, con nosotros, un amor profundo y eterno bajo la
tierra. Y no tener el desenfreno idiota de drogarse, que a veces es miedo. Ese
miedo a la muerte que lleva al hombre a drogarse para que lo sorprenda aquello
que él sabe que lo va a sorprender. No quiere asumir la muerte como algo que lo
sorprenda, sino como algo que él gobierne. Apoderarse del derecho a morir. Se
suicida. Conozco montones de curdas en todas las partes del país. Curdas que he
seguido hasta el alba y les he empezado a ver el ronroneo de una máquina
descompuesta, una demencia reiterativa, un delirio, una furia que vuelve a la
misma cosa. Un centro que lo obceca. Y la obsesión se convierte trágicamente en
algo que lo desespera. Ya el alcohol es un anularse. No quisiera pensar su
obsesión, sin embargo insiste en embriagarse para no pensar en ella. Pero no
querer pensar en tal cosa, es ya pensar en ella.
Uno no puede desasirse de esa especie de
sino trágico de la conciencia de que todo se le va, todo se le escapa. En ese
momento, creo, hay que tomar tranquilamente un vino y esperar como diría Omar
Khayyam, que suceda la muerte. Es lo único que vamos a afrontar responsablemente.
Quiera Dios que con un sentido calmo. Yo soy un guerrero pacifista. Creo que a
esta edad debo componer vidrios; ya he roto demasiados. En alguna medida sirve
a esa edad. Cada edad tiene su corazón. Y la edad que no tiene el corazón de su
edad, tiene de su edad la desdicha. Si yo, a los 58 años, quiero atrapar lo que
no me pertenece estoy perdido.
La belleza tiene un sentido social
profundo. El hombre necesita belleza. Y esclarecer el espíritu para tener
reposo y paz. ¿La desesperación por tener...? ¿Tener qué? Todo lo va a dejar.
Nadie se lleva nada más allá. Hay un gran escritor mexicano que me encanta:
Rulfo. Autor de un libro que se llama Pedro Páramo. Parece que él hubiera
puesto en hora los sueños míos.”
fuente: PORTAL DE SALTA.
http://www.portaldesalta.gov.ar/jaimedavalos.htm
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