HORACIO QUIROGA.
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Horacio Quiroga en 1900
Horacio Silvestre
Quiroga Forteza (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1878 – Buenos Aires,
Argentina, 19 de febrero de 1937), cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue
el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y
modernista. Sus relatos breves, que a menudo retratan a la naturaleza como
enemiga del ser humano bajo rasgos temibles y horrorosos, le valieron ser
comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe.
La vida de
Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes de caza y los suicidios,
culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de
Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse de que
padecía cáncer de próstata.
Biografía
Nacimiento
Horacio Quiroga
fue el segundo hijo del matrimonio de Prudencio Quiroga y Pastora Forteza. En
el momento de su nacimiento, su padre había sido, por dieciocho años, el
Vice-Cónsul argentino en Salto. Antes de cumplir dos meses y medio, el 14 de
marzo de 1879 su padre murió al dispararse accidentalmente con una escopeta que
llevaba en la mano.
Adolescencia y
formación
Horacio Quiroga a
los 19 años, frente a su casa natal en Salto (Uruguay).
Hizo sus estudios
en Montevideo, capital de Uruguay hasta terminar el colegio secundario. Estos
estudios incluyeron formación técnica (Instituto Politécnico de Montevideo) y
general (Colegio Nacional), y ya desde muy joven demostró un enorme interés por
la literatura, la química, la fotografía, la mecánica, el ciclismo y la vida de
campo. A esa temprana edad fundó la Sociedad de Ciclismo de Salto y viajó en
bicicleta desde Salto hasta Paysandú (120 km).
En esta época
pasaba larguísimas horas en un taller de reparación de maquinarias y
herramientas. Por influencia del hijo del dueño empezó a interesarse por la
filosofía. Se autodefiniría como «franco y vehemente soldado del materialismo
filosófico».
Simultáneamente
también trabajaba, estudiaba y colaboraba con las publicaciones La Revista y La
Reforma. Poco a poco, fue puliendo su estilo y haciéndose conocido. Aún se
conserva su primer cuaderno de poesías, que contiene 22 poemas de distintos
estilos, escritos entre 1894 y 1897.
Durante el
carnaval de 1898, el joven poeta conoció a su primer amor, una niña llamada
María Esther Jurkovski, que inspiraría dos de sus obras más importantes: Las
sacrificadas (1920) y Una estación de amor. Pero los desencuentros provocados
por los padres de la joven —que reprobaban la relación, debido al origen no
judío de Quiroga— precipitaron la separación definitiva.
París
En 1897 fundó la
Revista de Salto. Después del suicidio de su padrastro, que presenció, Horacio
decidió invertir la herencia recibida en un viaje a París. Estuvo —contando el
tiempo de viaje— cuatro meses ausente. Sin embargo, las cosas no salieron como
había planeado: el mismo joven orgulloso que había partido de Montevideo en
primera clase, regresó en tercera, andrajoso, hambriento y con una larga barba
negra que ya no se quitaría nunca más. Resumió sus recuerdos de esta
experiencia en Diario de viaje a París (1900).
El Consistorio
del Gay Saber y primeros libros
Un elegante
Quiroga posando en 1900.
Al volver a su
país, Quiroga reunió a sus amigos Federico Ferrando, Alberto Brignole, Julio
Jaureche, Fernández Saldaña, José Hasda y Asdrúbal Delgado, y fundó con ellos
el «Consistorio del Gay Saber»,4 una especie de laboratorio literario
experimental donde todos ellos probarían nuevas formas de expresarse y
preconizarían los objetivos modernistas. Pese a su corta existencia, el
Consistorio presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el
grupo de Julio Herrera y Reissig.
La alegría que le
provocó la aparición de su primer libro (Los arrecifes de coral, poemas,
cuentos y prosa lírica, publicado en Buenos Aires en 1901, dedicado a Lugones)
se vio trágicamente opacada —una vez más— por las muertes de dos de sus
hermanos, Prudencio y Pastora, víctimas de la fiebre tifoidea en el Chaco.
El funesto año de
1901 guardaba aún otra espantosa sorpresa para el escritor: su amigo Federico
Ferrando, que había recibido malas críticas del periodista montevideano Germán
Papini Zas, comunicó a Quiroga que deseaba batirse a duelo con aquél. Horacio,
preocupado por la seguridad de Ferrando, se ofreció a revisar y limpiar el
revólver que iba a ser utilizado en la disputa. Inesperadamente, mientras
inspeccionaba el arma, se le escapó un tiro que impactó en la boca de Federico,
matándolo instantáneamente. Llegada al lugar la policía, Quiroga fue detenido,
sometido a interrogatorio y posteriormente trasladado a una cárcel
correccional. Al comprobarse la naturaleza accidental y desafortunada del
homicidio, el escritor fue liberado tras cuatro días de reclusión.
La pena y la
culpa por la muerte de su querido compañero llevaron a Quiroga a disolver el
Consistorio y a abandonar el Uruguay para pasar a la Argentina. Cruzó el Río de
la Plata en 1902 y fue a vivir con María, otra de sus hermanas. En Buenos Aires
el artista alcanzaría la madurez profesional, que llegaría a su punto cúlmine
durante sus estancias en la selva. Además, su cuñado lo inició en la pedagogía,
consiguiéndole trabajo bajo contrato como maestro en las mesas de examen del
Colegio Nacional de Buenos Aires.
Misiones y el
Chaco
Designado
profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires en marzo de
1903, Quiroga quiso acompañar, en junio del mismo año y ya convertido en un
fotógrafo experto, a Leopoldo Lugones en una expedición a Misiones, financiada
por el Ministerio de Educación, en la que el insigne poeta argentino planeaba
investigar unas ruinas de las misiones jesuíticas en esa provincia. La
excelencia de Quiroga como fotógrafo hizo que Lugones aceptara llevarlo, y el
uruguayo pudo documentar en imágenes ese viaje de descubrimiento.
Cuentista
Al regresar a
Buenos Aires luego de su fallida experiencia en el Chaco, Quiroga abrazó la
narración breve con pasión y energía. Fue así que en 1904 publicó el notable
libro de relatos El crimen de otro, fuertemente influido por el estilo de Edgar
Allan Poe, que fue reconocido y elogiado, entre otros, por José Enrique Rodó.
Estas primeras comparaciones con el «Maestro de Boston» no molestaban a
Quiroga, que las escucharía con complacencia hasta el fin de su vida,
respondiendo a menudo que Poe era su primer y principal maestro.
Durante dos años
Quiroga trabajó en multitud de cuentos, muchos de ellos de terror rural, pero
otros en forma de deliciosas historias para niños pobladas de animales que
hablan y piensan sin perder las características naturales de su especie. A esta
época pertenecen la novela breve Los perseguidos (1905), producto de un viaje
con Leopoldo Lugones por la selva misionera, hasta la frontera con Brasil, y su
soberbio y horroroso El almohadón de plumas, publicado en la celebérrima
revista argentina Caras y Caretas en 1905, que llegó a publicar ocho cuentos de
Quiroga al año. A poco de comenzar a publicar en ella, Quiroga se convirtió en
un colaborador famoso y prestigioso, cuyos escritos eran buscados ávidamente
por miles de lectores.
El amor y la
selva
Reconstrucción
exacta de la primera casa de Quiroga en San Ignacio. La original fue destruida
por los aborígenes.
En 1906 Quiroga
decidió volver a su amada selva. Aprovechando las facilidades que el gobierno
ofrecía para la explotación de las tierras, compró una chacra (junto con
Vicente Gozalbo) de 185 hectáreas en la provincia de Misiones, sobre la orilla
del Alto Paraná, y comenzó a hacer los preparativos destinados a vivir allí,
mientras enseñaba Castellano y Literatura.
Durante las
vacaciones de 1908, el literato se trasladó a su nueva propiedad, construyó las
primeras instalaciones y comenzó a edificar el bungalow donde se establecería.
Enamorado de una
de sus alumnas —la adolescente Ana María Cires—, le dedicó su primera novela,
titulada Historia de un amor turbio. Quiroga insistió en la relación frente a
la oposición de los padres de la alumna obteniendo por fin el permiso para
casarse y llevarla a vivir a la selva con él. Los suegros de Quiroga,
preocupados por los riesgos de la vida salvaje, siguieron al matrimonio y se
trasladaron a Misiones con su hija y yerno. Así, pues, el padre de Ana María,
su madre y una amiga de esta, se instalaron en una casa cercana a la vivienda
del matrimonio Quiroga.
En 1911 Ana María
dio a luz a su primera hija, Eglé Quiroga, en su casa de la selva. Durante ese
mismo año, el escritor comenzó la explotación de sus yerbatales en sociedad con
su amigo uruguayo Vicente Gozalbo y, al mismo tiempo, fue nombrado Juez de Paz
(funcionario encargado de mediar en disputas menores entre ciudadanos privados
y celebrar matrimonios, emitir certificados de defunción, etc.) en el Registro
Civil de San Ignacio. Las tareas de Quiroga como funcionario merecen mención
aparte: olvidadizo, desorganizado y descuidado, tomó la costumbre de anotar las
muertes, casamientos y nacimientos en pequeños trozos de papel a los que
«archivaba» en una lata de galletas. Más tarde adjudicaría conductas similares
al personaje de uno de sus cuentos.
Al año siguiente
nació su hijo menor, Darío. En cuanto los niños aprendieron a caminar, Quiroga
decidió ocuparse personalmente de su educación. Severo y dictatorial, exigía
que cada pequeño detalle estuviese hecho según sus exigencias. Desde muy
pequeños, los acostumbró al monte y a la selva, exponiéndolos a menudo
—midiendo siempre los riesgos— al peligro, para que fueran capaces de
desenvolverse solos y de salir de cualquier situación. Fue capaz de dejarlos
solos en la jungla por la noche o de obligarlos a sentarse al borde de un alto
acantilado con las piernas colgando en el vacío.
El varón y la
niña, sin embargo, no se negaban a estas experiencias —que aterrorizaban y
exasperaban a su madre— y las disfrutaban. La hija aprendió a criar animales
silvestres y el niño a usar la escopeta, manejar una moto y navegar, solo, en
una canoa.
Buenos Aires
Tras el suicidio
de su esposa, Quiroga se trasladó con sus hijos a Buenos Aires, donde recibió
un cargo de Secretario Contador en el Consulado General uruguayo en esa ciudad,
tras arduas gestiones de unos amigos orientales que deseaban ayudarlo.
A lo largo del
año 1917 habitó con los niños en un sótano de la avenida Canning (hoy Raúl
Scalabrini Ortiz) 164, alternando sus labores diplomáticas con la instalación
de un taller en su vivienda y el trabajo en muchos relatos que iban siendo
publicados en prestigiosas revistas como las ya mencionadas, «P.B.T.» y
«Pulgarcito». La mayoría de ellos fueron recopilados por Quiroga en varios
libros, el primero de los cuales fue Cuentos de amor de locura y de muerte
(1917) (por decisión expresa del autor, el título no lleva coma).5 La redacción
del libro le había sido solicitada por el escritor Manuel Gálvez, responsable
de Cooperativa Editorial de Buenos Aires, y el volumen se convirtió de
inmediato en un enorme éxito de público y de crítica, consolidando a Quiroga
como el verdadero maestro latinoamericano del relato breve.5
Al año siguiente
se estableció en un pequeño departamento de la calle Agüero, al tiempo que
apareció su celebrado Cuentos de la selva, colección de relatos infantiles
protagonizados por animales y ambientados en la selva misionera. Quiroga dedicó
este libro a sus hijos, que lo acompañaron durante ese período de pobreza en el
húmedo sótano de dos pequeñas habitaciones y cocina-comedor.
Con dos
importantes ascensos en el escalafón consular (primero a cónsul de distrito de
segunda clase y luego a cónsul adscrito) llegó también su nuevo libro de
cuentos, El salvaje (1919). Al año siguiente, siguiendo la idea del
Consistorio, fundó Quiroga la Agrupación Anaconda, un grupo de intelectuales
que realizaba actividades culturales en Argentina y Uruguay. Su única obra
teatral (Las Sacrificadas) se publicó en 1920 y se estrenó en 1921, año en que
salía a la venta Anaconda y otros cuentos, otro libro de cuentos. El
importantísimo diario argentino La Nación comenzó también a publicar sus
relatos, que a estas alturas gozaban ya de una impresionante popularidad.
Colaboró también en La Novela Semanal. Entre 1922 y 1924, Quiroga participó
como secretario de una embajada cultural a Brasil (cuya Academia de Letras lo
distinguió especialmente) y, de regreso, vio publicado su nuevo libro: El
desierto (cuentos).
Por mucho tiempo el
escritor se dedicó a la crítica cinematográfica, teniendo a su cargo la sección
correspondiente de la revista Atlántida, El Hogar y La Nación. También escribió
el guion para un largometraje («La jangada florida») que jamás llegó a
filmarse. Poco tiempo después, fue invitado a formar una Escuela de
Cinematografía. El proyecto, financiado por inversionistas rusos y que contaría
con la inclusión de Arturo S. Mom, Gerchunoff y otros, no prosperó.
Fuentes: Horacio
Quiroga y el cine (Barsky, Julián, Todo es Historia, Buenos Aires, 2006).
Nuevos amores
Quiroga con su
segunda esposa en Misiones (1932).
Poco después,
Horacio regresó a Misiones. Nuevamente enamorado, esta vez era de una joven de
17 años, Ana María Palacio, intentó convencer a los padres de que la dejasen ir
a vivir con él a la selva. La negativa de éstos y el consiguiente fracaso
amoroso inspiró el tema de su segunda novela, Pasado amor, publicada en 1929.
En ella narra, como componentes autobiográficos de la trama, las mil
estratagemas que debió practicar para conseguir acceso a la muchacha: arrojando
mensajes por la ventana dentro de una rama ahuecada, enviándole cartas escritas
en clave e intentando cavar un largo túnel hasta su habitación para
secuestrarla. Finalmente, cansados ya del pretendiente, los padres de la joven
la llevaron lejos y Quiroga se vio obligado a renunciar a su amor.
En una parte de
su vivienda, Horacio instaló un taller en el que comenzó a construir una
embarcación a la que bautizaría «Gaviota». En su casa —ahora convertida en
astillero— fue capaz de concluir esta obra y, puesta ya en el agua, la piloteó
río abajo desde San Ignacio hasta Buenos Aires, realizando con ella numerosas
expediciones fluviales.
A principios de
1926 Quiroga volvió a Buenos Aires y alquiló una quinta en el partido suburbano
de Vicente López. En la cúspide misma de su popularidad, una importante
editorial le dedicó un homenaje, del que participaron, entre otros, figuras
literarias como Arturo Capdevila, Baldomero Fernández Moreno, Benito Lynch, Juana
de Ibarbourou, Armando Donoso y Luis Franco.
Amante de la
música clásica, Quiroga asistía con frecuencia a los conciertos de la
Asociación Wagneriana, afición que alternó con la lectura incansable de textos
técnicos y manuales sobre mecánica, física y artes manuales.
Para 1927,
Horacio había decidido criar y domesticar animales salvajes, mientras publicaba
su nuevo libro de cuentos, quizá el mejor, Los desterrados. Pero el enamoradizo
artista había fijado ya los ojos en la que sería su último y definitivo amor:
María Elena Bravo, compañera de escuela de su hija Eglé, que sucumbió a sus
reclamos y se casó con él en el curso de ese mismo año sin haber cumplido 20
años.
Amistades
literarias
El taller de
Quiroga, con sus herramientas.
Además de los ya
mencionados Leopoldo Lugones y José Enrique Rodó, la infatigable labor de
Quiroga en el ámbito literario y cultural le granjeó la amistad y admiración de
grandes e influyentes personalidades. De entre ellos se destacan la poeta
argentina Alfonsina Storni y el escritor e historiador Ezequiel Martínez
Estrada. Quiroga llamaba cariñosamente a este último «mi hermano menor».
Caras y Caretas,
mientras tanto, publicó diecisiete artículos biográficos escritos por Quiroga,
dedicados a personajes como Robert Scott, Luis Pasteur, Robert Fulton, H.G.
Wells, Thomas de Quincey y otros.
En 1929 Quiroga
experimentó su único fracaso de ventas: la ya citada novela Pasado amor, que
solo vendió en las librerías la exigua cantidad de cuarenta ejemplares. A la
vez comenzó a tener graves problemas de pareja.
Otra vez la selva
A partir de 1932
Quiroga se radicó por última vez en Misiones, en lo que sería su retiro
definitivo, con su esposa y su tercera hija (María Elena, llamada «Pitoca», que
había nacido en 1928). Para ello, y no teniendo otros medios de vida, consiguió
que se promulgase un decreto trasladando su cargo consular a una ciudad
cercana. Los celos dominaban a Quiroga, quien pensó que en medio de la selva
podría vivir tranquilo con su mujer y la hija de su segundo matrimonio.
Pero un avatar
político provocó un cambio de gobierno, que no quiso los servicios del escritor
y lo expulsó del consulado. Algunos amigos de Horacio, como el escritor salteño
(de Salto, Uruguay) Enrique Amorim, tramitaron la jubilación argentina para Quiroga.
Comenzando a partir de este problema, el intercambio epistolar entre Quiroga y
Amorím se hizo numeroso. Las cartas que se conservan demuestran que Horacio
hacía partícipe a su confidente de la mayor parte de sus problemas —casi todos
de índole íntima y familiar—, pidiéndole consejos y ayuda: a la mujer de
Quiroga —al igual que su infortunada antecesora— no le gustaba la vida en el
monte y las peleas y violentas discusiones se volvieron diarias y permanentes.
En esta época de
frustración y dolor salió a la venta una colección de cuentos ya publicados
titulada Más allá (1935). A partir de su interés en las obras de Munthe e
Ibsen, Quiroga se decantó por nuevos autores y estilos, y comenzó a planear su
autobiografía.
La enfermedad, el
abandono, y el final
Reunión de
literatos en Buenos Aires, 1928: Horacio Quiroga (parado, primero de la
izquierda), su amigo Leopoldo Lugones (cruzado de brazos), Baldomero Fernández
Moreno (sentado, a la izquierda) y Alberto Gerchunoff (sentado, al centro).
En ese año de
1935 Quiroga comenzó a experimentar molestos síntomas, aparentemente vinculados
con una prostatitis u otra enfermedad prostática. Las gestiones de sus amigos
dieron frutos al año siguiente, concediéndosele una jubilación. Al
intensificarse los dolores y dificultades para orinar, su esposa logró
convencerlo de trasladarse a Posadas, ciudad en la cual los médicos le
diagnosticaron hipertrofia de próstata.
Pero los
problemas familiares de Quiroga continuarían: su esposa e hija lo abandonaron
definitivamente, dejándolo —solo y enfermo— en la selva. Ellas volvieron a
Buenos Aires, y el ánimo del escritor decayó completamente ante esta grave
pérdida.
Cuando el estado
de la enfermedad prostática hizo que no pudiese aguantar más, Horacio viajó a
Buenos Aires para que los médicos tratasen sus padecimientos. Internado en el
prestigioso Hospital de Clínicas de Buenos Aires a principios de 1937, una
cirugía exploratoria reveló que sufría de un caso avanzado de cáncer de
próstata, intratable e inoperable. María Elena, entristecida, estuvo a su lado
en los últimos momentos, así como gran parte de su numeroso grupo de amigos.
Por la tarde del
18 de febrero, una junta de médicos explicó al literato la gravedad de su
estado. Algo más tarde, Quiroga pidió permiso para salir del hospital, lo que
le fue concedido, y pudo así dar un largo paseo por la ciudad. Regresó al
hospital a las 23.
Al ser internado
Quiroga en el Clínicas, se había enterado de que en los sótanos se encontraba
encerrado un monstruo: un desventurado paciente con espantosas deformidades
similares a las del tristemente célebre inglés Joseph Merrick (el «Hombre
Elefante»). Compadecido, Quiroga exigió y logró que el paciente —llamado
Vicente Batistessa— fuera liberado de su encierro y se lo alojara en la misma habitación
donde estaba internado el escritor. Como era de esperar, Batistessa se hizo
amigo y rindió adoración eterna y un gran agradecimiento al gran cuentista.
Desesperado por
los sufrimientos presentes y por venir, y comprendiendo que su vida había acabado,
el soberbio Horacio Quiroga confió a Batistessa su decisión: se anticiparía al
cáncer y abreviaría su dolor, a lo que el otro se comprometió a ayudarlo. Esa
misma madrugada (19 de febrero de 1937) y en presencia de su amigo, Horacio
Quiroga bebió un vaso de cianuro que lo mató pocos minutos después entre
espantosos dolores.6 Su cadáver fue velado en la Casa del Teatro de la Sociedad
Argentina de Escritores (SADE) que lo contó como fundador y vicepresidente.
Tiempo después, sus restos fueron repatriados a su país natal.
Su obra
Seguidor de la
escuela modernista fundada por Rubén Darío y obsesivo lector de Edgar Allan Poe
y Guy de Maupassant, Quiroga se sintió atraído por temas que abarcaban los
aspectos más extraños de la Naturaleza, a menudo teñidos de horror, enfermedad
y sufrimiento para los seres humanos. Muchos de sus relatos pertenecen a esta
corriente, cuya obra más emblemática es la colección Cuentos de amor de locura
y de muerte.
Por otra parte se
percibe en Quiroga la influencia del británico Rudyard Kipling (Libro de las
tierras vírgenes), que cristalizaría en su propio Cuentos de la selva,
delicioso ejercicio de fantasía dividido en varios relatos protagonizados por
animales.
Su Decálogo del
perfecto cuentista, dedicado a los escritores noveles, establece ciertas
contradicciones con su propia obra. Mientras que el decálogo pregona un estilo
económico y preciso, empleando pocos adjetivos, redacción natural y llana y
claridad en la expresión, en muchas de sus relatos Quiroga no sigue sus propios
preceptos, utilizando un lenguaje recargado, con abundantes adjetivos y un
vocabulario por momentos ostentoso.
Al desarrollarse
aún más su particular estilo, Quiroga evolucionó hacia el retrato realista
(casi siempre angustioso y desesperado) de la salvaje Naturaleza que lo rodeaba
en Misiones: la jungla, el río, la fauna, el clima y el terreno forman el
andamiaje y el decorado en que sus personajes se mueven, padecen y a menudo
mueren. Especialmente en sus relatos, Quiroga describe con arte y humanismo la
tragedia que persigue a los miserables obreros rurales de la región, los
peligros y padecimientos a que se ven expuestos y el modo en que se perpetúa
este dolor existencial a las generaciones siguientes. Trató, además, muchos
temas considerados tabú en la sociedad de principios del siglo XX, revelándose
como un escritor arriesgado, desconocedor del miedo y avanzado en sus ideas y
tratamientos. Estas particularidades siguen siendo evidentes al leer sus textos
hoy en día.
Algunos
estudiosos de la obra de Quiroga opinan que la fascinación con la muerte, los
accidentes y la enfermedad (que lo relaciona con Edgar Allan Poe y Baudelaire)
se debe a la vida increíblemente trágica que le tocó en suerte. Sea esto cierto
o no, en verdad Horacio Quiroga ha dejado para la posteridad algunas de las
piezas más terribles, brillantes y trascendentales de la literatura
hispanoamericana del siglo XX.
Análisis de su
obra
En su primer
libro, Los arrecifes de coral, compuesto por 18 poemas, 30 páginas de prosa
poética y 4 relatos, Quiroga pone en evidencia su inmadurez y confusión
adolescente. Punto aparte para los relatos, en los cuales está ya en germen el
estilo modernista y naturalista que identificaría al resto de su obra.
Sus dos novelas
Historia de un amor turbio y Pasado amor tratan sobre el mismo tema —que
obsesionaba al autor en su vida personal—: los amores entre hombres maduros y
jovencitas adolescentes.
En la primera de
ellas Quiroga divide la acción en tres etapas. En la primera, una niña de 9
años se enamora de un hombre adulto. En la segunda parte, el hombre, que no se
había percatado del amor de la niña, pasados ocho años (ella tiene ahora 17)
comienza a cortejarla. En la tercera parte el hombre narra la última etapa de
su amor: han pasado diez años desde que la joven lo ha abandonado. La acción se
inicia aquí: es el tiempo presente de la novela.
En Pasado amor la
historia se repite: un hombre maduro regresa a un lugar luego de años de
ausencia y se enamora de una jovencita a la que había amado siendo niña.
Conociendo la
historia personal de Quiroga, se evidencian las características autobiográficas
de ambas novelas: hasta el nombre de la protagonista de Historia de un amor
turbio es Eglé (así se llamaba la hija de Quiroga, de una de cuyas compañeritas
se enamoró el escritor y que llegaría a ser su segunda esposa).
Los avatares
eróticos de Quiroga con muchachas muy jóvenes pueblan el drama de estas dos
novelas, con especial hincapié en la oposición de sus padres, rechazo que
Quiroga había aceptado como parte integrante de su vida y con el que debió
lidiar siempre.
Dejando a un lado
el teatro de Quiroga, poco difundido y al que los críticos siempre han llamado
«un error», lo más trascendente de su obra son los cuentos cortos, género en
que el autor alcanza la madurez, impulsando en el mismo sentido a toda la
narrativa latinoamericana.
Es Horacio
Quiroga el primero que se preocupa por los aspectos técnicos de la narrativa
breve, puliendo incansablemente su estilo (para lo cual vuelve y rebusca
siempre sobre los mismos temas) hasta alcanzar la casi perfección formal de sus
últimas obras.
Claramente
influido por Rubén Darío y los modernistas, poco a poco el modernismo del
oriental comienza a volverse decadente, describiendo a la naturaleza con
minuciosa precisión pero dejando en claro que la relación de ella con el hombre
siempre representa un conflicto. Extravíos, lesiones, miseria, fracasos,
hambre, muerte, ataques de animales, todo en Quiroga plantea el enfrentamiento
entre naturaleza y hombre tal como lo hacían los griegos entre Hombre y
Destino. La naturaleza hostil, por supuesto, casi siempre vence en la narrativa
quiroguiana.
La morbosa
obsesión de Quiroga por el tormento y la muerte es aceptada mucho más
fácilmente por los personajes que por el lector: la técnica narrativa del autor
presenta protagonistas acostumbrados al riesgo y al peligro, que juegan según
reglas claras y específicas. Saben que no deben cometer errores porque la selva
no perdona, y, al caer, lo hacen con algo de «espíritu deportivo» y suelen
morir, dejando al lector ansioso y angustiado.
La naturaleza es
ciega pero justa; los ataques sobre el campesino o el pescador (un enjambre de
abejas enfurecidas, un yacaré, un parásito hematófago, una serpiente, la
crecida, lo que fuese) son simplemente lances de un juego espantoso en el que
el hombre intenta arrancar a la naturaleza unos bienes o recursos (como intentó
Quiroga en la vida real) que ella se niega en redondo a soltar; una lucha
desigual que suele terminar con la derrota humana, la demencia, las muertes o,
simplemente, con la desilusión.
Hipersensible y
excitable, dado a amores imposibles, frustrado en sus empresas comerciales pero
aun así emocional y sumamente creativo, Quiroga abrevó en su propia vida
trágica y en la naturaleza a la que estudió y padeció, con su férrea voluntad
de trabajador y su sutil mirada de minucioso observador para construir una obra
narrativa a la que la mayor parte de los críticos consideraron (y aún
consideran) «poéticamente autobiográfica». Tal vez en este «realismo interno» u
«orgánico» de las piezas de Quiroga resida el irresistible encanto que aún hoy
ejercen sobre los lectores, que, sin darse cuenta, descubren en sus páginas la
verdadera naturaleza del escritor que, tal vez como muy pocos en la literatura
latinoamericana, fue capaz de susurrar sus propias palabras al oído, aunque a
veces el murmullo se transforme en un grito desesperado.
Libros
Los arrecifes de coral (poemas. 1901)
El crimen del otro (cuentos. 1904)
Los perseguidos (cuentos. 1905)
Historia de un amor turbio (novela. 1908)
Cuentos de amor de locura y de muerte
(cuentos. 1917)
Cuentos de la selva (cuentos infantiles.
1918)
El salvaje (cuentos. 1920)
Los sacrificados (teatro. 1920)
Anaconda (cuentos. 1921)
El desierto (cuentos. 1924)
La gallina degollada y otros cuentos
(cuentos. 1925)
Los desterrados (cuentos. 1926)
Pasado amor (novela. 1929)
Más allá (cuentos. 1935)
Diario de viaje a París (póstumo. Número.
1950)
fuente: WIKIPEDIA.
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