Roberto Arlt
Lauro Spronzini
se detiene frente al espejo. Con los dedos de la mano izquierda mantiene levantado
el labio superior, dejando al descubierto dos dientes de oro. Entonces ejecuta
la acción extraña; introduce en la boca los dedos pulgar e índice de la mano
derecha, aprieta la superficie de los dientes metálicos y retira una película
de oro. Y su dentadura aparece nuevamente natural. Entre sus dedos ha quedado
la auténtica envoltura de los falsos dientes de oro.
Lauro se deja
caer en un sillón situado al costado de su cama y prensa maquinalmente entre
los dedos la película de oro, que utilizó para hacer que sus dientes
aparecieran como de ese metal.
Esto ocurre a las
once de la noche.
A las once y
cuarto, en otro paraje, el Hotel Planeta, Ernesto, el botones, golpea con los
nudillos de los dedos en el cuarto número 1, ocupado por Doménico Salvato. Ernesto
lleva un telegrama para el señor Doménico. Ernesto ha visto entrar al señor
Doménico en compañía de un hombre con los dientes de oro. Ernesto abre la
puerta y cae desmayado.
A las once y
media, un grupo de funcionarios y de curiosos se codean en el pasillo del
hotel, donde estallan los fogonazos de magnesio de los repórters policiales.
Frente a la puerta del cuarto número 1 está de guardia el agente número 1539.
El agente número 1539, con las manos apoyadas en el cinturón de su corregie,
abre la puerta respetuosamente cada vez que llega un alto funcionario. En esta
circunstancia todos los curiosos estiran el cuello; por la rendija de la puerta
se ve una silla suspendida en los aires, y más abajo de los tramos de la silla
cuelgan los pies de un hombre.
En el interior
del cuarto un fotógrafo policial registra con su máquina esta escena: un hombre
sentado en una silla, amarrado a ella por ligaduras blancas, cuelga de los
aires sostenido por el cuello de una sábana arrollada. El ahorcado tiene una
mordaza en torno de la boca. La cama del muerto está deshecha. El asesino ha
recogido de allí las sábanas con que ha sujetado a la víctima.
Hugo Ankerman,
camarero de interior; Hermán González, portero, y Ernesto Loggi, botones,
coinciden en sus declaraciones. Doménico Salvato ha llegado dos veces al hotel
en compañía de un hombre con los dientes de oro y anteojos amarillos.
A las doce y
media de la noche los redactores de guardia en los periódicos escriben
titulares así:
El enigma del
bárbaro crimen del diente de oro
Son las diez de
la mañana.
El asesino Lauro
Spronzini, sentado en un sillón de mimbre de un café del boulevard, lee los
periódicos frente a su vaso de cerveza. Pero ni Hugo ni Hermán ni Ernesto,
podrían reconocer en este pálido rostro pensativo, sin lentes, ni dientes de
oro, al verdugo que ha ejecutado a Doménico Salvato. En el fondo de la
atmósfera luminosa que se filtra bajo el toldo de rayas amarillas, Lauro
Spronzini tiene la apariencia de un empleado de comercio en vacaciones.
Lauro Spronzini
deja de leer los periódicos y sonríe, abstraído, mirando al vacío. Una muchacha
que pasa detiene los ojos en él. Nuestro asesino ha sonreído con dulzura. Y es
que piensa en los trances dificultosos por los que pasarán numerosos ciudadanos
en cuya boca hay engastados dos dientes de oro.
No se equivoca.
A esa misma hora,
hombres de diferente condición social, pululaban por las intrincadas galerías
del Departamento de Policía, en busca de la oficina donde testimoniar su
inocencia. Lo hacen por su propia tranquilidad.
Un barbudo de
nariz de trompeta y calva brillante, sentado frente a una mesa desteñida,
cubierta de papelotes y melladuras de cortaplumas, recibe las declaraciones de
estos timoratos, cuyas primeras palabras son:
-Yo he venido a
declarar que a pesar de tener dos dientes de oro, no tengo nada que ver con el
crimen.
El calvo recibe
las declaraciones con indiferencia. Sabe que ninguno de los que se presentan
son los posibles autores del retorcido delito. Siguiendo la rutina de las
indagaciones elementales, pregunta y anota:
-Entre nueve y
once de la noche, ¿dónde se encontraba usted? ¿Quiénes son las personas que le
han visto en tal lugar?
Algunos se
avergüenzan de tener que declarar que a esas horas hacían acto de presencia en
lugares poco recomendables para personas de aspecto tan distinguido como el que
ellas presentaban.
En las
declaraciones se descubrían singularidades. Un ciudadano confirmó haber
frecuentado a esas horas un garito cuya existencia había escapado al control de
la policía. Demetrio Rubati de "profesión" ladrón, con dos dientes de
oro en el maxilar izquierdo, después de arduas cavilaciones, se presenta a
declarar que aquella noche ha cometido un robo en un establecimiento de telas.
Efectivamente tal robo fue registrado. Rubati inteligentemente comprende que es
preferible ser apresado como ladrón a caer bajo la acción de la ley por
sospechoso de un crimen que no ha cometido. Queda detenido.
También se
presenta una señora inmensamente gorda, con dos dientes de oro, para declarar
que ella no es autora del crimen. El barbudo interrogador se queda mirándola,
sorprendido. Nunca imaginó que la estupidez humana pudiera alcanzar
proporciones inusitadas.
Los ciudadanos
que tienen dientes de oro se sienten molestos en los lugares públicos. Durante
las primeras horas que siguen al día del crimen, todo aquél que en un café, en
una oficina, en el tranvía o en la calle, muestre al conversar, dientes de oro,
es observado con atenta curiosidad por todas las personas que le rodean. Los
hombres que tienen dientes de oro se sienten sospechosos del crimen; les
intranquiliza la soterrada {...}* de los que los tratan. Son raros en esos días
aquellos que por tener dos dientes de oro engarzados en la boca, no se sientan
culpables de algo.
En tanto la
policía trabaja. Se piden a todos los dentistas de la capital las direcciones
de las personas que han asistido de enfermedades de la dentadura que exigían la
completa ubicación de dos o más dientes en el orificio superior izquierdo. Los
diarios solicitan, también, la presentación a la policía de aquellas personas
que pudieran aclarar algo respecto a este crimen de características tan
singulares.
Las hipótesis del
crimen pueden reducirse en pocas palabras y son semejantes en todos los
periódicos.
Doménico Salvato
ha entrado en su cuarto en compañía del asesino. Ha conversado con éste, no ha
reñido, al menos en tono suficientemente alto como que para no se lo pudiera
escuchar. Después el desconocido ha descargado un puñetazo en la mandíbula de Salvato,
y éste ha caído desmayado, circunstancia que el asesino aprovechó para
sujetarlo a la silla con las cuerdas hechas desgarrando las sábanas. Luego
amordaza a su víctima. Cuando recobra el sentido, se ve obligada a escuchar a
su agresor, quien después de reprocharle no se sabe qué, ha procedido a
ahorcarlo. El móvil, no queda ninguna duda, ha sido satisfacer un exacerbado
sentimiento de odio y de venganza. El muerto es de nacionalidad italiana.
La primera plana
de los diarios reproduce el cuarto del hotel en el espantoso desorden que lo ha
encontrado la policía. El respaldar de la silla apoyado sobre la tabla de una
puerta; el ahorcado colgado en el aire por el cuello, y la sábana anudada en
dos partes, amarrada al picaporte de la puerta. Es el crimen bárbaro que ansía
la mentalidad de los lectores de dramones espeluznantes.
La policía tiende
sus redes; se aguardan los informes de los dentistas, se confirman los
prontuarios recientes de todos los inmigrantes, para descubrir quiénes son los
ciudadanos de nacionalidad italiana que tienen dos dientes de oro en el maxilar
superior izquierdo. Durante quince días todos los periódicos consignan la
marcha de la investigación. Al mes, el recuerdo de este suceso se olvida; al
cabo de nueve semanas son raros aquellos que detienen su atención en el
recuerdo del crimen; un año después, el asunto pasa a los archivos de la
policía. . . El asesino no es descubierto nunca.
Sin embargo, una
persona pudo haber hecho encarcelar a Lauro Spronzini.
Era Diana
Lucerna. Pero ella no lo hizo.
A las tres de la
tarde del día que todos los diarios comentan su crimen, Lauro Spronzini
experimenta una ligera comezón ardorosa en la muela. Una hora después, como si
algún demonio accionara el mecanismo nervioso del diente, la comezón ardorosa
acrecienta su temperatura. Se transforma en un clavo de fuego que atraviesa la
mandíbula del hombre, eyaculando en su tuétano borbotones de fuego. Lauro
experimenta la sensación de que le aproximan a la mejilla una plancha de hierro
candente. Tiene que morderse los labios para no gritar; lentamente, en su
mandíbula el clavo de fuego se enfría, le permite suspirar con alivio, pero
súbitamente la sensación quemante se convierte en una espiga de hielo que le
solidifica las encías y los nervios injertados en la pulpa del diente, al
endurecerse bajo la acción del frío tremendo, aumentan de volumen. Parece como
si bajo la presión de su crecimiento el hueso del maxilar pudiera estallar como
un shrapnell. Son dolores fulgurantes, por momentos relámpagos de
fosforescencias pasan por sus ojos.
Lauro comprende
que ya no puede continuar soportando este martilleo de hielo y fuego que
alterna los tremendos mazazos en la mínima superficie de un diente escondido
allá en el fondo de su boca. Es necesario visitar a un odontólogo.
Instintivamente,
no sabe por qué razón, resuelve consultar a una mujer, a una dentista, en lugar
de un profesional del sexo masculino. Busca en la guía del teléfono.
Una hora después
Diana Lucerna se inclina sobre la boca abierta del enfermo y observa con el
espejuelo la dentadura. Indudablemente, al paciente debe aquejarle una
neuralgia, porque no descubre en los molares ninguna picadura. Sin embargo, de
pronto, algo en el fondo de la boca le llama la atención. Allí, en la parte interna
de la corona de un diente, ve reflejada en el espejuelo una veta de papel de
oro, semejante al que usan los doradores. Con la pinza extrae el cuerpo
extraño. La veta de oro cubría la grieta de una caries profunda. Diana Lucerna,
inclinándose sobre la boca del enfermo, aprieta con la punta de la pinza en la
grieta, y Lauro Spronzini se revuelve dolorido en el sillón. Diana Lucerna,
mientras examina el diente del enfermo, piensa en qué extraño lugar estaba
fijada esa veta de papel de oro.
Diana Lucerna,
como otros dentistas, ha recibido ya una circular policial pidiéndole la
dirección de aquellos enfermos a quienes hubiera orificado las partes
superiores de la dentadura izquierda.
Diana se retira
del enfermo con las manos en los bolsillos de su guardapolvo blanco, observa el
pálido rostro de Lauro, y le dice:
-Hay un diente
picado. Habrá que hacerle una orificación.
Lauro tiembla
imperceptiblemente, pero tratando de fingir indiferencia, pregunta:
-¿Cuesta mucho
platinarlo?
-No; la
diferencia es muy poca.
Mientras Diana
prepara el torno, habla:
-A causa del
crimen del hombre del diente de oro, nadie querrá, durante unos cuantos meses,
arreglarse con oro las dentaduras.
Lauro esfuerza
una sonrisa. Diana lo espía por el espejo y observa que la frente del hombre
está perlada de sudor. La dentista prosigue, mientras escoge unas mechas:
-Yo creo que ese
crimen es una venganza... ¿Y usted?...
-Yo también.
¿Quién sino aquel que tuviera que cumplir con el deber de una venganza, podría
amarrar a un hombre a una silla, amordazarlo, reprocharle, como dicen los
diarios, vaya a saber qué tremendos agravios, y matarlo?... Un hombre no mata a
otro por una bagatela ni mucho menos.
Media hora
después Lauro Spronzini abandona el consultorio de la dentista. Ha dejado
anotado en el libro de consultas su nombre y dirección. Diana Lucerna le dice:
-Véngase pasado
mañana.
Lauro sale, y
Diana se queda sola en su consultorio, frío de cristales y níqueles, mirando
abstraída por los visillos de una ventana las techumbres de las casas de los
alrededores. Luego, bruscamente inspirada, va y busca los diarios de la mañana.
Los elementales datos de la filiación externa coinciden con ciertos aspectos
físicos de su cliente. Los comentarios del crimen son análogos. Se trata de una
venganza. Y el autor de aquella venganza debe ser él. Aquella veta de papel de
oro, fijada en la grieta de un diente, revela que el asesino se cubrió los
dientes con una película de oro para lanzar a la policía sobre una pista falsa.
Si en este mismo momento se revisara la dentadura de todos los habitantes de la
ciudad, no se encontraría en los dientes de ninguno de ellos ese sospechosísimo
trozo de película. No le queda duda: él es el asesino; él es el asesino y ella
debe denunciarlo. Debe...
Una congoja dulce
se desenrosca sobre el corazón de Diana, con tal frenesí hambriento de
protección y curiosidad, que derrota toda la fuerza estacionada en su voluntad
moral.
Debe denunciar al
asesino... Pero el asesino es un hombre que le gusta. Le gusta ahora con un
deseo tan violentamente dirigido, que su corazón palpita con más violencia que
si él tratara de asesinarla. Y se aprieta el pecho con las manos.
Diana se dirige
rápidamente al libro de consultas y busca la dirección de Lauro. ¿Es o no falsa
esa dirección? ¡Quiera Dios que no!... Diana se quita precipitadamente el
guardapolvo, le indica a la criada que si llegan clientes les diga que la
aguarden, y sube a un automóvil. Esto ocurre como a través de la cenicienta
neblina de un sueño, y sin embargo, la ciudad está cubierta de sol hasta la
altura de las cornisas.
Una impaciencia
extraordinaria empuja a Diana a través de la vida diferenciada de los otros
seres humanos. Sabe que va al encuentro de lo desconocido monstruoso; el automóvil
entra en el sol de las bocacalles, y en la sombra de las fachadas; súbitamente
se encuentra detenida frente a la entrada obscura de una casa de departamentos,
sube a la garita iluminada de un ascensor de acero, una criada asoma la cabeza
por una puerta gris entreabierta, y de pronto se encuentra... Está allí...
Allí, de pie, frente al asesino que, en mangas de camisa, se ha puesto de pie
tan bruscamente, que no ha tenido tiempo de borrar de la colcha azulenca de la
cama la huella que ha dejado su cuerpo tendido. La criada cierra la puerta tras
ellos. El hombre, despeinado, mira a la fina muchacha de pie frente a él.
Diana le examina
el rostro con dureza, Lauro Spronzini comprende que ha sido descubierto; pero
se siente infinitamente tranquilizado. Señala a la joven el mismo sillón en que
él, la noche después de ahorcar a Doménico Salvato, se ha dejado caer, y Diana,
respirando agitada, obedece.
Lauro la mira, y
después, con voz dulce, le pregunta:
-¿Qué le pasa,
señorita?
Ella se siente
dominada por esta voz; se pone de pie para marcharse; pero no se atreve a decir
lo que piensa. Lauro comprende que todo puede perderse: los desencajados ojos
de la dentista revelan que al disolverse su excitación sobreviene la repulsión,
y entonces dice:
-Yo soy quien
mató a Doménico Salvato. Es un acto de justicia, señorita. Era el desalmado más
extraordinario de quien he oído hablar. En Brindisi -yo soy italiano-, hace
siete años, se llevó de la casa de mis padres a mi hermana mayor. Un año
después la abandonó. Mi hermana vino a morir a casa completamente tuberculosa.
Su agonía duró treinta días con sus noches. Y el único culpable de aquel
tremendo desastre era él. Hay crímenes que no se deben dejar sin castigo. Yo lo
desmayé de un golpe, lo amarré a la silla, lo amordacé para que no pudiera
pedir auxilio, y luego le relaté durante una hora la agonía que soportó mi
hermana por su culpa. Quise que supiera que era castigado porque la ley no
castiga ciertos crímenes.
Diana lo escucha
y responde:
-Supe que era
usted por las partículas de oro que quedaron adheridas en la hendidura de la
caries.
Lauro prosigue:
-Supe que él
había huido a la Argentina, y vine a buscarlo.
-¿No lo
encontrarán a usted?
-No; si usted no
me denuncia.
Diana lo mira:
-Es espantoso lo
que usted ha hecho.
Lauro la
interrumpió, frío:
-La agonía de él
ha durado una hora. La agonía de mi hermana se prolongó las veinticuatro horas
de treinta días y treinta noches. La agonía de él ha sido incomparablemente
dulce comparada con la que hizo sufrir a una pobre muchacha, cuyo único crimen
fue creer en sus promesas.
Diana Lucerna
comprende que el hombre tiene razón:
-¿No lo
encontrarán a usted?
-Yo creo que
no...
-¿Vendrá usted a
curarse mañana?
-Sí, señorita;
mañana iré.
Y cuando ella
sale, Lauro sabe que no lo denunciará.
fuente: CIUDADSEVA.COM
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