EL CRIMEN CASI PERFECTO.
Roberto Arlt
El crimen casi
perfecto es uno de los cuentos policiales de Roberto Arlt más deslumbrantes.
Publicado el 29 de mayo de 1940 en la revista Mundo Argentino, fue traducido a
diferentes idiomas y ha sido parte de diversas recopilaciones de cuentos
policiales argentinos.
La coartada de
los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El
mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche
(la señora Stevens se suicidó entre siete y diez de la noche) detenido en una
comisaría por su participación imprudente en una accidente de tránsito. El
segundo hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis
de la tarde de aquel día hasta las nueve del siguiente, y, en cuanto al
tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del laboratorio de
análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección de
dosificación de mantecas en las cremas.
Lo más curioso de
caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida para festejar
su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su
intención funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos de la tarde,
los hombres se retiraron.
Sus declaraciones
coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía hacía muchos
años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las
siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora
Stevens fue que le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se
marchó; a las siete y diez el portero le entregó a la señora Stevens el diario
pedido y el proceso de acción que ésta siguió antes de matarse se presume
lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las libretas donde
llevaba anotadas las entradas y salidas de su contabilidad doméstica, porque
las libretas se encontraban sobre la mesa del comedor con algunos gastos del
día subrayados; luego se sirvió un vaso de agua con whisky, y en esta mezcla
arrojó aproximadamente medio gramo de cianuro de potasio. A continuación se
puso a leer el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir trató de ponerse de
pie y cayó sobre la alfombra. El periódico fue hallado entre sus dedos
tremendamente contraídos.
Tal era la
primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas
pacíficamente en el interior del departamento pero, como se puede apreciar,
este proceso de suicidio esta cargado de absurdos psicológicos. Ninguno de los
funcionarios que intervinimos en la investigación podíamos aceptar
congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado. Sin embargo,
únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no
contenía veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía
presumirse que el veneno había sido depositado en el fondo o las paredes de la
copa, pero el vaso utilizado por la suicida había sido retirado de un anaquel
donde se hallaba una docena de vasos del mismo estilo; de manera que el
presunto asesino no podía saber se la Stevens iba a utilizar éste o aquél. La
oficina policial de química nos informó que ninguno de los vasos contenía
veneno adherido a sus paredes.
El asunto no era
fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo, nos
inclinaban a aceptar que la viuda se había quitado la vida por su propia mano,
pero la evidencia de que ella estaba distraída leyendo un periódico cuando la
sorprendió la muerte transformaba en disparatada la prueba mecánica del
suicidio.
Tal era la
situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para
continuar ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de
análisis, no cabía dudas. Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había
bebido, se encontraba veneno. El agua y el whisky de las botellas eran
completamente inofensivos. Por otra parte, la declaración del portero era
terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó
el periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones
superficiales, hubiera cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado,
mis superiores no hubiesen podido objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar
el sumario significaba confesarme fracasado. La señora Stevens había sido asesinada,
y había un indicio que lo comprobaba:¿ dónde se hallaba el envase que contenía
el veneno antes de que ella lo arrojara en su bebida?
Por más que
nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la caja, el
sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba
extraordinariamente sugestivo. Además había otro: los hermanos de la muerta
eran tres bribones.
Los tres, en
menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus
padres. Actualmente sus medios de vida no eran del todo satisfactorios.
Juan trabajaba
como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su conducta resultó
más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje. Esteban
era corredor de seguros y había asegurado a su hermana en una gruesa suma a su
favor,; en cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario , pero estaba descalificado
por la Justicia e inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber
dopado caballos. Para no morirse de hambre ingresó en la industria lechera, se
ocupaba de los análisis.
Tales eran los
hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces. El
día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente
conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello totalmente renegrido.
Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa alegremente y con
puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa estaba provista de
vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel “accidente” la viuda
hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter era capaz de
suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada
uno de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos.
La criada de la
muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores
groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada
en un procedimiento judicial.
El cadáver fue
descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que
ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por
dentro con cadenas de acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las
once de la mañana, como creo haber dicho anteriormente, estaban en nuestro
poder los informes del laboratorio de análisis, a las tres de la tarde
abandonaba yo la habitación que quedaba detenida la sirvienta, con una idea
brincando en el magín: ¿y si alguien había entrado en el departamento de la
viuda rompiendo un vidrio de la ventana y colocando otro después que volcó el
veneno en el vaso? Era una fantasía de novela policial,. pero convenía
verificar la hipótesis.
Salí decepcionado
del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada : la masilla
solidificada no revelaba mudanza alguna.
Eché a caminar
sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una
enormidad) no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un
asesino sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado
un recurso simple y complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de
aquel vacío.
Absorbido en mis
cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas,
que yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky.
¿Cuánto tiempo permaneció
el whisky servido frente a mis ojos?
No lo sé; pero de
pronto mis ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con
trozos de hielo. Atónito quedé mirando el conjunto aquel. De pronto una idea
alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no había
tomado, subí apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la casa de la
sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la
habitación donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:
- Míreme bien y
fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con
hielo o sin hielo?
-Con hielo,
señor.
-¿Dónde compraba
el hielo?
- No lo compraba
, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en pancitos. - Y
la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez.-
.-Ahora que me
acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta.
Él se encargó de arreglarla en un momento.
Una hora después
nos encontrábamos en el departamento de la suicida el químico de nuestra
oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el depósito
congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El químico inició la
operación destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo
manifestarnos:
- El agua está
envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada.
Nos miramos
jubilosamente. El misterio estaba desentrañado.
Ahora era un
juego reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera
(defecto que localizó el técnico) arrojó en el depósito congelador una cantidad
de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que aguardaba, la señora Stevens
preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual explicaba
que el palto con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al
desleírse en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta
concentración. Sin imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora
Stevens se puso a leer el periódico, hasta que juzgando el whisky
suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.
No quedaba sino
ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa. Ignoraban
dónde se encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que
llegaría a las diez de la noche.
A las once, yo,
mi superior y el juez nos presentamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor
Pablo, en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera
anatemizar nuestras investigaciones, abrió la boca y se desplomó inerte junto a
la mesa de mármol. Lo había muerto de un síncope. En su armario se encontraba
un frasco de veneno. Fue el asesino más ingenioso que conocí.
fuente: CRIMINIS CAUSA. BLOG
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