SILVINA OCAMPO.
La envidiaba por
sus pecados con una envidia que la carcomía, una envidia que no la dejaba
descansar, y ahora, ahí estaba, muerta. Nada en el mundo podría resucitarla.
Ahí estaba, muerta como una piedra preciosa, que no sufre, con todos los
honores, con todas las ceremonias. ¡Ni siquiera desfigurada! Y si lo hubiera
estado, alguien se hubiera encargado de ver en ella un encanto nuevo, el
encanto de sus imperfecciones. Joven, nada le quitaría la juventud; tranquila,
nada le quitaría la tranquilidad; impura, nada le quitaría su aparente pureza.
Las iniciales, sobre el paño negro del coche fúnebre, brillaban, y sus retratos
ya se repartían entre los amigos de la casa. No había modo de contener las
lágrimas que vertían por ella un hijo de ocho años, un marido de treinta y esa
corte ridícula de amigos que la admiraban, aún más que antes. En los armarios,
aquellos vestidos que olían a perfume, serían sus delegados. Con ellos el
recuerdo maquinaría costumbres, ritos en su memoria. Las santas tienen altares,
pero ella, que se había suicidado, tendría en cada corazón alguien que
suspiraba secretamente por su memoria.
Injusticias de la
suerte, pensaba Virginia, mientras subía las escaleras. Yo que he sufrido
tanto, yo que soy pura, yo que tengo a veces cara de muerta, yo que no tengo
miedo a nadie, yo no me he suicidado. Nadie llora por mí.
Entró en el
cuarto donde la velaban. Flores, las flores que le agradaban tanto, la cubrían.
En la luz trémula de los cirios brillaban la frente, los pómulos, las mejillas,
el cuello y los labios, como si estuviese viva. Ninguno de sus defectos se
veía, ni los dedos de los pies, que eran tan insólitos, ni las piernas
demasiado fuertes. Se había arreglado, peinado, pintado, para torturarla.
Para no verle la
cara se arrodilló; para no pensar en ella rezó. Un zumbido de voces le llenó
los oídos. La gente hablaba, ¿de qué? Sólo de ella. Era pura, decían, como la
luz. Se puso de pie. Por suerte nadie advierte en las miradas los íntimos
sentimientos de un ser.
Virginia se
dirigió al dormitorio de la muerta. Buscó el peine, para peinarse, buscó el
lápiz de los labios, para pintarse, buscó el perfume, para perfumarse, y se
miró en el espejo. Salió de la casa apresuradamente; entró en una tienda donde
compró papel de cartas (el papel que tenía en su casa era un papel ordinario).
Caminó por la calle mirando la punta de sus zapatos de bruja; subió por un
ascensor interminable, abrió una puerta y entró en su cuarto. Se puso a
escribir maravillosas cartas de amor dirigidas a la muerta, revelando en ellas,
con toda suerte de subterfugios, la vida monstruosa, impura, que le atribuía.
Al pie de las cartas firmaba con el nombre del supuesto amante. En una noche,
mientras velaban a la muerta, escribió veinte carta, cuyas fechas abarcaban
toda una vida de amor.
A la mañana
siguiente, al alba, hizo un paquete con las cartas, las ató con la cinta rosada
de uno de sus camisones, las llevó a la casa mortuoria y las depositó en el
armario de la muerta.
Fuente: Silvina
Ocampo, Cuentos completos I,
Emecé Editores, 1999.
*Rhadamanthos es un personaje de la mitología griega, famoso
por su equidad y justicia. Según el mito, Rhadamanthos junto a su hermano Minos
y a Eacos juzgaban las almas cuando llegaban al Hades, el reino de los muertos.
Pero además, el mito cuenta que Rhadamanthos había ganado popularidad en
Creta y por ese motivo su hermano Minos, celoso, lo expulsó del reino.
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