EL SILENCIO DE LAS SIRENAS - FRANZ KAFKA
Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también
pueden servir para la salvación.
He aquí la prueba:
Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus
oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo
sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo
mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El
canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría
hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en
eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por
completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus
pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.
Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible
que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien
se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio.
Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido
mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó
Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el
silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises,
quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.
Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el
silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo.
Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los
ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de
la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a
desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y
precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se
contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras
acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un
momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.
Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían
desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.
La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que
Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces
de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la
mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo
representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo
de escudo.
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