EL ESCUERZO - LEOPOLDO LUGONES
Un día de tantos, jugando en la quinta de la casa donde
habitaba la familia, di con un pequeño sapo que, en vez de huir como sus
congéneres más corpulentos, se hinchó extraordinariamente bajo mis pedradas.
Horrorizábanme los sapos y era mi diversión aplastar cuantos podía. Así que el
pequeño y obstinado reptil no tardó en sucumbir a los golpes de mis piedras.
Como todos los muchachos criados en la vida semicampestre de nuestras ciudades
de provincia, yo era un sabio en lagartos y sapos. Además, la casa estaba
situada cerca de un arroyo que cruza la ciudad, lo cual contribuía a aumentar
la frecuencia de mis relaciones con tales bichos. Entro en estos detalles para
que se comprenda bien cómo me sorprendí al notar que el atrabiliario sapo me
era enteramente desconocido. Circunstancia de consulta, pues. Y tomando mi
víctima con toda la precaución del caso, fui a preguntar por ella a la vieja
criada, confidente de mis primeras empresas de cazador. Tenía yo ocho años y
ella sesenta. El asunto había, pues, de interesarnos a ambos. La buena mujer
estaba, como de costumbre, sentada a la puerta de la cocina, y yo esperaba ver
acogido mi relato con la acostumbrada benevolencia, cuando apenas hube
comenzado la vi levantarse apresuradamente y arrebatarme de las manos el
despanzurrado animalejo.
-¡Gracias a Dios que no lo hayas dejado! -exclamó con
muestras de la mayor alegría-, en este mismo instante vamos a quemarlo.
-¿Quemarlo? -dije yo-; pero qué va a hacer, si ya está
muerto...
-¿No sabés lo que es un escuerzo -replicó en tono misterioso
mi interlocutora- y que este animalito resucita si no lo queman? ¡Quién mandó
matarlo! ¡Eso habías de sacar al fin con tus pedradas! Ahora voy a contarte lo
que le pasó al hijo de mi amiga la finada Antonia, que en paz descanse.
Mientras hablaba, había recogido y encendido algunas
astillas sobre las cuales puso el cadáver del escuerzo.
¡Un escuerzo!, decía yo, aterrado bajo mi piel de muchacho
travieso: ¡un escuerzo! Y sacudía los dedos como si el frío del sapo se me
hubiera pegado a ellos. ¡Un sapo resucitado! Era para enfriarle la médula a un
hombre de barba entera.
-¿Pero usted piensa contarnos una nueva batracomiomaquía?
-interrumpió aquí Julia con el amable desenfado de su coquetería de treinta
años.
-De ningún modo, señorita. Es una historia que ha pasado.
Julia sonrió.
-No puede usted figurarse cuánto deseo conocerla...
-Será usted complacida, tanto más cuando que tengo la
pretensión de vengarme con ella de su sonrisa.
Así, pues, proseguí, mientras se asaba mi fatídica pieza de
caza, la vieja criada hilvanó su narración, que es como sigue:
Antonia, su amiga, viuda de un soldado, vivía con el hijo
único que había tenido de él, en una casita muy pobre, distante de toda
población. El muchacho trabajaba para ambos, cortando maderas en el vecino
bosque, y así pasaban año tras año, haciendo a pie la jornada de la vida. Un
día volvió, como de costumbre, por la tarde, para tomar su mate, alegre, sano,
vigoroso, con su hacha al hombro. Y mientras lo hacía, refirió a su madre que
en la raíz de cierto árbol muy viejo había encontrado un escuerzo, al cual no
le valieron hinchazones para quedar hecho una tortilla bajo el ojo de su hacha.
La pobre vieja se llenó de aflicción al escucharla,
pidiéndole que por favor la acompañara al sitio, para quemar el cadáver del
animal.
-Has de saber -le dijo- que el escuerzo no perdona jamás al
que lo ofende. Si no lo queman, resucita, sigue el rastro de su matador y no
descansa hasta que pueda hacer con él otro tanto.
El buen muchacho rió grandemente del cuento, intentando
convencer a la pobre vieja que aquello era una paparrucha buena para asustar
chicos molestos, pero indigna de preocupar a una persona de cierta reflexión.
Ella insistió, sin embargo, en que la acompañara a quemar los restos del
animal.
Inútil fue toda broma, toda indicación sobre lo distante del
sitio, sobre el daño que podía causarle, siendo ya tan vieja, el sereno de
aquella tarde de noviembre. A toda costa quiso ir, y él tuvo que decidirse a
acompañarla.
No era tan distante, unas seis cuadras a lo más. Fácilmente
dieron con el árbol recién cortado, pero por más que hurgaron entre las
astillas y las ramas desprendidas, el cadáver del escuerzo no apareció.
-¿No te dije? -exclamó ella echándose a llorar-. Ya se ha
ido; ahora ya no tiene remedio esto. ¡Mi padre San Antonio te ampare!
-Pero qué tontera, afligirse así. Se lo habrán llevado las
hormigas o lo comería algún zorro hambriento. ¡Habráse visto extravagancia,
llorar por un sapo!. Lo mejor es volver, que ya viene anocheciendo y la humedad
de los pastos es dañosa.
Regresaron, pues, a la casita, ella siempre llora, él
procurando distraerla con detalles sobre el maizal que prometía buena cosecha
si seguía lloviendo; hasta volver de nuevo a las bromas y risas en presencia de
su obstinada tristeza. Era casi de noche cuando llegaron. Después de un
registro minuicioso por todos los rincones, que excitó de nuevo la risa del
muchacho, comieron en el patio, silenciosamente, a la luz de la luna, y ya se
disponía él a tenderse sobre su montura para dormir, cuando Antonia le suplicó
que por aquella noche, siquiera, consintiese en encerrarse dentro de una caja
de madera que poseía y dormir allí.
La protesta contra semejante petición fue viva. Estaba
chocha, la pobre, no había duda. ¡A quién se le ocurría pensar en hacerlo
dormir con aquel calor dentro de una caja que seguramente estaría llena de
sabandijas!
Pero tales fueron las súplicas de la anciana, que como el
muchacho la quería tanto decidió acceder a semejante capricho. La caja era
grande, y aunque un poco encogido, no estaría del todo mal. Con gran solicitud
fue arreglada en el fondo la cama, metióse él adentro, y la triste viuda tomó asiento
al lado del mueble, decidida a pasar la noche en vela para cerrarlo apenas
hubiera la menor señal de peligro.
Calculaba ella que sería la medianoche, pues la luna muy
baja empezaba a bañar con su luz el aposento, cuando de repente un bultito
negro, casi imperceptible, saltó sobre el dintel de la puerta que no se había
cerrado por efecto del gran calor. Antonia se estremeció de angustia,
Allí estaba, pues, el vengativo animal, sentado sobre las
patas traseras, como meditando un plan. ¡Qué mal había hecho el joven en
reírse! Aquella figurita lúgubre, inmóvil en la puerta llena de luna, se
agrandaba extraordinariamente, tomaba proporciones de monstruo. ¿Pero si no era
más que uno de los tantos sapos familiares que entraban cada noche a la casa en
busca de insectos? Un momento respiró, sostenida por esta idea. Más el escuerzo
dio de pronto un saltito, después otro, en dirección a la caja. Su intención
era manifiesta. No se apresuraba, como si estuviera seguro de su presa. Antonia
miró con indecible expresión de terror a su hijo; dormía, vencido por el sueño,
respirando acompasadamente.
Entonces, con mano inquieta, dejó caer sin hacer ruido la
tapa del pesado mueble. El animal no se detenía. Seguía saltando. Estaba ya al
pie de la caja. Rodeóla pausamente, se detuvo en uno de los ángulos, y de
súbito, con un salto increíble en su pequeña talla, se plantó sobre la tapa.
Antonia no se atrevió a hacer el menor movimiento. Toda su
vida se había concentrado en sus ojos. La luna bañaba ahora enteramente la pieza.
Y he aquí lo que sucedió: el sapo comenzó a hincharse por grados, aumentó,
aumentó de una manera prodigiosa, hasta triplicar su volumen. Permaneció así
durante un minuto, en que la pobre mujer sintió pasar por su corazón todos los
ahogos de la muerte. Después fue reduciéndose, reduciéndose hasta recobrar su
primitiva forma, saltó a tierra, se dirigió a la puerta y atravesando el patio
acabó por perderse entre las hierbas.
Entonces se atrevió Antonia a levantarse, toda temblorosa.
Con un violento ademán abrió de par en par la caja. Lo que sintió fue de tal
modo horrible, que a los pocos meses murió víctima del espanto que le produjo.
Un frío mortal salía del mueble abierto, y el muchacho
estaba helado y rígido bajo la triste luz en que la luna amortajaba aquel
despojo sepulcral, hecho piedra ya bajo un inexplicable baño de escarcha.
EL ESCUERZO
Leopoldo Lugones.
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