La abuela Carmen
El barco, una ballena solitaria,
avanza.
Ella toca su faltriquera una y otra
vez.
Sólo quiere comprobar que el dinero
sigue ahí.
Preso de su cintura.
Se escapa de Galicia.
Se escapa de Madrid.
Se escapa del hambre.
Se escapa de los fantasmas.
Se escapa, con su marido húngaro,
parco, culto y dulce,
de las humillaciones y persecuciones.
Ese marido quiere enseñarle a leer.
Carmen se niega: no lo necesita
mientras sepa sumar y restar.
Con eso basta.
El húngaro Santiago Potisk guarda
detrás de los ojos alguna historia
terrible que decide no revelar.
Carmen tampoco pregunta. Hay cosas que
mejor no saber.
Y la ballena sigue hundiendo su nariz
en el mar suspendido.
Carmen toca la faltriquera.
Mira a sus hijas.
Mira a los pasajeros de primera clase.
Y decide que sus hijas van a tener un
futuro.
Carmen sólo aprieta los dientes
y no mira atrás.
Es dura, seca, brava.
No sabe que en Buenos Aires
la esperan más humillaciones, estafas
y muertes jóvenes.
Y más dientes apretados.
Los ojos de Carmen están húmedos de
esperanza
mientras mira a esa ciudad
que la va a traicionar una y otra vez.
Al final, en su locura
se atrevió a bailar arriba de una
mesa.
En su
locura
puteó a la vida.
Antes, nunca.
En su locura, nombró a sus hermanas de
allá, de Lugo,
todas las noches, como un rezo
desesperado.
Antes, nunca.
Y seguía tocando la faltriquera
que ahora tenía uñas de gato secas,
un pañuelo bordado con sus iniciales
y una ramita de olivo.
ALICIA MARQUEZ.
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