Cuentistas y
pintores
El potrillo roano
Texto: Benito Lynch
/ Ilustración: Raúl Soldi
REVISTA DIGITAL: EL ARCA DIGITAL
Publicación Semanal de la Caja de Ahorro y Seguros S.A.
El potrillo roano
Cansado de jugar
a "El tigre", un juego de su exclusiva invención y que consiste en
perseguir por las copas de los árboles a su hermano Leo, que se defiende
bravamente, usando los higos verdes a guisa de proyectiles, Mario se ha salido
al portón del fondo de la quinta y allí, bajo el sol meridiano y apoyado en uno
de los viejos pilares, mira la calle esperando, pacientemente, que el otro,
encaramado aún en la rama más alta de una higuera y deseoso de continuar la
lucha se canse a su vez de gritarle "¡zanahoria!" y
"¡mulita!", cuando un espectáculo inesperado le llena de agradable
sorpresa.
Volviendo la
esquina de la quinta, un hombre, jinete en una yegua panzona, a la que sigue un
potrillito, acaba de enfilar la calle y se acerca despacio.
–¡Oya!
Y Mario, con los
ojos muy abiertos y la cara muy encendida, se pone al borde de la vereda, para
contemplar mejor el desfile.
¡Un potrillo!
¡Habría que saber lo que significa para Mario, a la sazón, un potrillo, llegar
a tener un potrillo suyo, es decir, un caballo proporcionado a su tamaño!...
Es su
"chifladura"' su pasión, su eterno sueño. Pero, desgraciadamente y
bien lo sabe por experiencia, sus padres no quieren animales en la quinta,
porque se comen las plantas y descortezan los troncos de los árboles.
Allá en "La
Estancia", todo lo que quieran..... –es decir, un petiso mañero, bichoco y
cabezón–, pero allí, en la quinta ¡nada de "bichos"!
Por eso, Mario va
a conformarse como otras veces: contemplando platónicamente el paso de la
pequeña maravilla cuando se produce un hecho extraordinario.
En el instante
mismo en que le enfrenta, sin dejar de trotar y casi sin volver el rostro, el
hombre aquel que monta la yegua y que es un mocetón de cara adusta y boina
colorada, suelta a Mario esta proposición estupenda:
–¡Che,
chiquilín!... ¡Si querés el potrillo ése, te lo doy!... Lo llevo al campo pa'
matarlo...
Mario siente al
oírlo, que el suelo se estremece bajo sus pies, que sus ojos se nublan, que
toda la sangre afluye a su cerebro, pero ¡ay!... conoce tan a fondo las leyes
de la casa, que no vacila ni un segundo, y rojo como un tomate, deniega
avergonzado:
–iNo!...
¡gracias!... ¡no!...
El mocetón se
alza ligeramente de hombros y, sin agregar palabra, sigue de largo, bajo el sol
que inunda la calle y llevándose, en pos del tranco cansino de su yegua, a
aquel prodigio de potrillo roano, que trota airosamente sobre los terrones de
barro reseco y que, con su colita esponjada y rubia, hace por espantarse las
moscas como si fuera un caballo grande...
–¡Mamá!...
Y desbocado como
un potro, bajo el acicate de una reacción repentina y sin tiempo para decir
nada a su hermano, que ajeno a todo y siempre en lo alto de su higuera,
aprovecha su fugaz pasaje para dispararle unos cuantos higos, Mario se presenta
bajo el emparrado, llevándose las cosas por delante:
–¡Ay, mamá! ¡Ay,
mamá!
La madre, que
cose en su sillón a la sombra de los pámpanos, se alza con sobresalto:
–¡Virgen del
Carmen! ¿Qué, m'hijo, qué te pasa?
–¡Nada, mamá,
nada... que un hombre!...
–¿Qué, m'hijo,
qué?
–¡...Que un
hombre que llevaba un potrillito precioso, me lo ha querido dar!...
–¡Vaya qué susto
me has dado! –sonríe la madre entonces; pero él, excitado, prosigue sin oírla:
–¡Un potrillo
precioso, mamá, un potrillito roano, así, chiquito... y el hombre lo iba a
matar, mamá!...
Y aquí ocurre
otra cosa estupenda, porque contra toda previsión y toda lógica, Mario oye a la
madre qué le dice con un tono de sincera pena:
–¿Sí?...
¡Caramba!... ¿Por qué no se lo aceptaste? ¡Tonto! ¡Mire ahora que nos vamos a "La
Estancia"!...
Ante aquel
comentario tan insólito, tan injustificado y tan sorprendente, el niño abre una
boca de a palmo, pero está "tan loco de potrillo" que no se detiene a
inquirir nada y con un: "¡Yo lo llamo entonces!"... vibrante y agudo
como un relincho, echa a correr hacia la puerta.
–¡Cuidado,
hijito! –grita la madre.
¡Qué cuidado!...
Mario corre tan veloz, que su hermano a la pasada no alcanza a dispararle ni un
higo...
Al salir a la
calle, el resplandor del sol le deslumbra. ¡Ni potrillo, ni yegua, ni hombre
alguno por ninguna parte!... Mas, bien pronto, sus ojos ansiosos descubren
allá, a lo lejos, la boina encarnada, bailoteando al compás del trote entre una
nube de polvo.
Y en vano los
caballones de barro seco le hacen tropezar y caer varias veces, en vano la
emoción trata de estrangularle, en vano le salen al encuentro los cuzcos
odiosos de la lavandera; nada ni nadie, puede detener a Mario en su carrera.
Antes de dos
cuadras, ya ha puesto su voz al alcance de los oídos de aquel árbitro supremo
de su felicidad, que va trotando mohíno sobre una humilde yegua barrigona.
–¡Pts!...¡pst!...
¡Hombre!, ¡hombre!...
El mocetón al
oírle, detiene su cabalgadura y aguarda a Mario, contrayendo mucho las cejas:
–¿Qué querés,
che?
–¡El potrillo!...
¡Quiero el potrillo! –exhala Mario entonces sofocado y a la vez que tiende sus
dos brazos hacia el animal, como si pensara recibirlo en ellos, a la manera de
un paquete de almacén.
El hombre hace
una mueca ambigua:
–Bueno –dice–
agarralo, entonces... Y agrega en seguida, mirándole las manos:
–¿Trajiste con
qué?
Mario torna a
ponerse rojo una vez más.
–No... yo no...
Y mira embarazado
en torno suyo, como si esperase que pudiera haber por allí, cabestros
escondidos entre los yuyos...
–¡Cha que habías
sido salame!...
Y el hombre,
desmontando, va entonces a descolgar un trozo de alambre que por casualidad
pende del cerco de cina-cina, mientras el niño le aguarda conmovido, pero sin
remordimiento alguno, ya que si un gran rey llegó a ofrecer su reino por un
caballo, bien puede Mario, sin desmedro, trocar un salame por un potrillo.
¡Tan solo Mario
sabe lo que significa para él ese potrillo roano, que destroza las plantas, que
muerde, que cocea, que se niega a caminar cuando se le antoja; que cierta vez
le arrancó de un mordisco un mechón de la cabellera, creyendo sin duda que era
pasto; pero que come azúcar en su mano y relincha en cuanto le descubre a la
distancia!...
Es su amor, su
preocupación, su norte, su luz espiritual... Tanto es así, que sus padres se
han acostumbrado a usar del potrillo aquel, como de un instrumento para domeñar
y encarrilar al chicuelo:
–Si no estudias,
no saldrás esta tarde en el potrillo. Si haces esto o dejas de hacer aquello...
¡Siempre el
potrillo alzándose contra las rebeliones de Mario, como el extravagante lábaro
de una legión invencible en medio de la batalla...
La amenaza puede
tanto en su ánimo, que de inmediato envaina sus arrogancias como un peleador
cualquiera envaina su cuchillo a la llegada del comisario. ¡Y es que es también
un encanto aquel potrillo roano, tan manso, tan cariñoso y tan mañero!
El domador de
"La Estancia" –hábil trenzador– le ha hecho un bozalito que es una
maravilla, un verdadero y primoroso encaje de tientos rubios, y poco a poco,
los demás peones, ya por cariño a Mario o por emulación del otro, han ido
confeccionando todas las demás prendas hasta completar un aperito que provoca
la admiración de todo el mundo.
¡Qué riendas, qué
cabestro, qué rebenque, qué cojinillos, qué bastos, qué corona! La encimerita
no tiene un palmo de largo, y la cincha blanca, con argollitas de bronce,
ostenta las iniciales de Mario, bordadas en fino tiento.
¡Hay que ver al
potrillo roano ensillado "rienda arriba", en medio del patio, con
bocado "de media" el lazo en el anca, la crin tuzada de "medio
arco" y con tres "claveles"!
Para Mario es el
mejor de todos los potrillos y la más hermosa promesa de parejero que haya
florecido en el mundo; y es tan firme su convicción a este respecto que las
burlas de su hermano Leo, que da en apodar al potrillo como –burrito– y otras
lindezas por el estilo, le hacen el efecto de verdaderas blasfemias.
En cambio cuando
el capataz de "La Estancia" dice, después de mirar al potrillo por
entre sus párpados entornados:
–Pa' mi gusto, va
a ser un animal de mucha presencia éste. A Mario le resulta el capataz, el hombre
más simpático y más inteligente.
El padre de Mario
quiere hacer un jardín en el patio de "La Estancia", y, como resulta
que el porrillo odioso –que así le llaman ahora algunos, entre ellos la mamá
del niño, tal vez porque le pisó unos pollitos recién nacidos– parece empeñado
en oponerse a propósito a juzgar por la decisión con que ataca a las tiernas
plantitas cada vez que se queda suelto; se ha recomendado a Mario desde un
principio, que no deje de atarlo por las noches; pero, resulta también, que Mario
se olvida, se ha olvidado tantas veces, que al fin una mañana, su padre,
exasperado, le dice levantando mucho el índice y marcando con él, el compás de
sus palabras:
–El primer día
que el potrillo vuelva a destrozar alguna planta, ese mismo día se lo echo al
campo.
¡Ah, ah!
"¡Al campo!" "¡Echar al campo!" ¿Sabe el padre de Mario por
ventura, lo que significa para el niño "echar al campo"?
–Sería necesario
tener ocho años como él, pensar como él piensa y querer como él quiere a su
potrillo roano, para apreciar toda la enormidad de la amenaza.
¡El campo! ¡Echar
al campo! El campo es para Mario algo proceloso, infinito, abismal, y echar al
potrillo allí, tan atroz e inhumano como arrojar al mar a un recién nacido.
No es de
extrañar, pues, que no haya vuelto a descuidarse y que toda una larga semana
haya transcurrido sin que el potrillo roano infiera en lo más leve ofensa, a la
más insignificante florecilla.
Despunta una
radiosa mañana de febrero y Mario, acostado de través en la cama y con los pies
sobre el muro, está confiando a su hermano Leo algunos de sus proyectos sobre
el porvenir luminoso del potrillo roano, cuando su mamá se presenta inesperadamente
en la alcoba:
–¡Ahí tienes!
–dice muy agitada–. ¡Ahí tienes!... ¿Has visto tu potrillo?....
Mario se pone
rojo y después pálido.
–¿Qué? ¿El qué,
mamá?
–¡Que ahí anda
otra vez tu potrillo suelto en el patio y ha destrozado una porción de cosas!
A Mario le parece
que el universo se le cae encima.
–Pero... ¿cómo?
–atina a decir–. Pero ¿cómo?
–¡Ah, no sé cómo
–replica entonces la madre–, pero no dirás que no te lo había prevenido hasta
el cansancio!... Ahora tu padre...
–¡Pero si yo lo
até! ¡Pero si yo lo até!
Y mientras con
mano trémula se viste a escape, Mario ve todas las cosas turbias, como si la
pieza aquella se estuviese llenando de humo.
Un verdadero
desastre... Jamás el potrillo se atrevió a tanto. No solamente ha pisoteado
esta vez el césped de los canteros y derribado con el anca, cierto parasol de
cañas, por el cual una enredadera comenzaba a trepar a gran donaire, sino que
ha llevado su travesura hasta arrancar de raíz escarbando con el vaso, varias
matas de claveles raros que había por allí, dispuestas en elegantes losanges.
–¡Qué has hecho!
¡Qué has hecho, "Nene"!
Y como en un
sueño, y casi sin saber lo que hace, Mario, arrodillado sobre la húmeda tierra,
se pone a replantar febrilmente los claveles, mientras "el nene",
"el miserable", se queda allí inmóvil, con la cabeza baja, la
hociquera del bozal zafada y un "no se sabe qué" de cínica
despreocupación en toda "su persona".
Como sonámbulo,
como si pisase sobre un mullido colchón de lana, Mario camina con el potrillo
del cabestro por medio de la ancha avenida en pendiente y bordeada de altísimos
álamos, que termina allá, en la tranquera de palos blanquizcos que se abre
sobre la inmensidad desolada del campo bruto...
¡Cómo martilla la
sangre en el cerebro del niño, cómo ve las cosas semiborradas a través de una
niebla y cómo resuena aún en sus oídos, la tremenda conminación de su padre!
–¡Agarre ese
potrillo y échelo al campo!
Mario no llora
porque no puede llorar, porque tiene la garganta oprimida por una garra de
acero, pero camina como un autómata, camina de un modo tan raro, que sólo la
madre advierte desde el patio...
Y es que para
Mario, del otro lado de los palos de aquella tranquera, está la conclusión de
todo; está el vórtice en el cual dentro de algunos segundos se van a hundir
fatalmente, detrás del potrillo roano, él y la existencia entera.
Cuando Mario
llega a la mitad de su camino, la madre no puede más y gime, oprimiendo
nerviosamente el brazo del padre que está a su lado:
–Bueno, Juan...
¡Bueno!... ¡Vaya!... ¡Llámelo!
Pero en el
momento en que Leo se arranca velozmente, la madre lanza un grito agudo y el
padre echa a correr desesperado.
Allá, junto a la
tranquera, Mario, con su delantal de brin, acaba de desplomarse sobre el pasto,
como un blando pájaro alcanzado por el plomo...
Algunos días
después y cuando Mario puede sentarse por fin, en la cama, sus padres, riendo
pero con los párpados enrojecidos y las caras pálidas por las largas vigilias,
hacen entrar en la alcoba al potrillo, tirándole del cabestro y empujándolo por
el anca.
Benito Lynch
Nació en Buenos
aires el 25 de julio de 1881. Buena parte de su infancia transcurrió en el
ambiente de su estancia paterna, en la campaña bonaerense. Vivió después en la
Plata, adonde la familia fue llevada por las obligaciones del padre, legislador
y jefe de comuna. A la muerte de éste abandonó sus estudios secundarios y
abordó el periodismo. Trabajó muchos años en la redacción de El Día.
"Benito Lynch, anota Carmelo Bonet, era el Hudson de nuestros días, mas un
Hudson que escribió en el idioma de su país, habrá pocos tan identificados con
nuestro campo."
Pasó los últimos
años de su vida recluido en la vieja casona familiar, en la ciudad platense,
donde murió el 23 de diciembre de 1951.
El inglés de los
güesos y Los caranchos de la Florida son, sin duda, sus libros más conocidos.
Es autor de más de un centenar de cuentos y narraciones de los cuales, algunos
han sido reunidos en dos volúmenes titulados La evasión y De los campos
porteños. Un ensayo digno de destacarse sobre este autor es el libro de Roberto
Salama, Benito Lynch, Editorial la Mandrágora, Buenos Aires, en 1959.
Raúl Soldi
Nació en Buenos
Aires el 27 de marzo de 1905. Interrumpió sus estudios en la Academia Nacional
de Bellas Artes para proseguirlos en Europa. Emprende el viaje en 1921,
viviendo en Alemania hasta 1923, fecha en que viaja a Italia. Permanece en la
Península nueve años. Sigue los cursos de la Academia Real de Brera, de Milán,
y forma parte del grupo "Vanguardia Artístico". Se incorpora así el
joven argentino a la vida artística italiana, que en Milán tenia quizá su
expresión más representativa en el conjunto de creadores que alentaba la
Galería del Milione, con el escultor Manzú y el pintor Birolli entre otras
figuras de relieve.
Regresa al país
en 1933, ya en plena posesión de sus medios, afianzándose, en estos últimos
treinta años como uno de los maestros representativos de nuestra pintura.
Un mundo de
tierna y delicada trama, tejida por nostálgica fantasía y una acentuada
vivencia lírica del color, caracterizan sus óleos, sus litografías, sus murales
entre los que cabe destacar los realizados para la capilla de Glew. Es,
asimismo, amplia su obra de ilustrador. Rasgos de un humor delicado y
sorprendente en una producción que parece realizada por un espíritu
ensimismado, aparecen por instantes en su obra, denunciando su exquisita
atención a la realidad. Murió en Buenos Aires en 1994.
Del libro:
Cuentistas y pintores, Buenos Aires, Eudeba.
El potrillo roano
Fuente:
Revista Digital:
EL ARCA DIGITAL
Publicación Semanal de la Caja de Ahorro y Seguros S.A.
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