HORACIO QUIROGA - EL ALAMBRE DE PÚA
Durante quince
días el alazán había buscado en vano la senda por donde su compañero se
escapaba del potrero. El formidable cerco, de capuera -desmonte que ha
rebrotado inextricable- no permitía paso ni aún a la cabeza del caballo.
Evidentemente, no era por allí por donde el malacara pasaba.
Ahora recorría de
nuevo la chacra, trotando inquieto con la cabeza alerta. De la profundidad del
monte, el malacara respondía a los relinchos vibrantes de su compañero, con los
suyos cortos y rápidos, en que había sin duda una fraternal promesa de
abundante comida. Lo más irritante para el alazán era que el malacara
reaparecía dos o tres veces en el día para beber. Prometíase aquel entonces no
abandonar un instante a su compañero, y durante algunas horas, en efecto, la
pareja pastaba en admirable conserva. Pero de pronto el malacara, con su soga a
rastra, se internaba en el chircal, y cuando el alazán, al darse cuenta de su
soledad, se lanzaba en su persecución, hallaba el monte inextricable. Esto sí,
de adentro, muy cerca aún, el maligno malacara respondía a sus desesperados
relinchos, con un relinchillo a boca llena.
Hasta que esa
mañana el viejo alazán halló la brecha muy sencillamente: Cruzando por frente
al chircal que desde el monte avanzaba cincuenta metros en el campo, vio un
vago sendero que lo condujo en perfecta línea oblicua al monte. Allí estaba el
malacara, deshojando árboles.
La cosa era muy
simple: el malacara, cruzando un día el chircal, había hallado la brecha
abierta en el monte por un incienso desarraigado. Repitió su avance a través
del chircal, hasta llegar a conocer perfectamente la entrada del túnel.
Entonces usó del viejo camino que con el alazán habían formado a lo largo de la
línea del monte. Y aquí estaba la causa del trastorno del alazán: la entrada de
la senda formaba una línea sumamente oblicua con el camino de los caballos, de
modo que el alazán, acostumbrado a recorrer esta de sur a norte y jamás de
norte a sur, no hubiera hallado jamás la brecha.
En un instante
estuvo unido a su compañero, y juntos entonces, sin más preocupación que la de
despuntar torpemente las palmeras jóvenes, los dos caballos decidieron alejarse
del malhadado potrero que sabían ya de memoria.
El monte,
sumamente raleado, permitía un fácil avance, aún a caballos. Del bosque no
quedaba en verdad sino una franja de doscientos metros de ancho. Tras él, una
capuera de dos años se empenachaba de tabaco salvaje. El viejo alazán, que en
su juventud había correteado capueras hasta vivir perdido seis meses en ellas,
dirigió la marcha, y en media hora los tabacos inmediatos quedaron desnudos de
hojas hasta donde alcanza un pescuezo de caballo.
Caminando,
comiendo, curioseando, el alazán y el malacara cruzaron la capuera hasta que un
alambrado los detuvo.
-Un alambrado
-dijo el alazán.
-Sí, alambrado
-asintió el malacara.
Y ambos, pesando
la cabeza sobre el hilo superior, contemplaron atentamente. Desde allí se veía
un alto pastizal de viejo rozado, blanco por la helada; un bananal y una
plantación nueva. Todo ello poco tentador, sin duda; pero los caballos
entendían ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a la derecha.
Dos minutos
después pasaban: un árbol, seco en pie por el fuego, había caído sobre los
hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado en que sus pasos no sonaban, y
bordeando el rojizo bananal, quemado por la escarcha, vieron entonces de cerca
qué eran aquellas plantas nuevas.
-Es yerba
-constató el malacara, haciendo temblar los labios a medio centímetro de las
hojas coriáceas. La decepción pudo haber sido grande; mas los caballos, si bien
golosos, aspiraban sobre todo a pasear. De modo que cortando oblicuamente el
yerbal, prosiguieron su camino, hasta que un nuevo alambrado contuvo a la
pareja. Costeáronlo con tranquilidad grave y paciente, llegando así a una
tranquera, abierta para su dicha, y los paseantes se vieron de repente en pleno
camino real.
Ahora bien, para
los caballos, aquello que acababan de hacer tenía todo el aspecto de una
proeza. Del potrero aburridor a la libertad presente, había infinita distancia.
Mas por infinita que fuera, los caballos pretendían prolongarla aún, y así,
después de observar con perezosa atención los alrededores, quitáronse
mutuamente la caspa del pescuezo, y en mansa felicidad prosiguieron su
aventura.
El día, en
verdad, favorecía tal estado de alma. La bruma matinal de Misiones acababa de
disiparse del todo, y bajo el cielo súbitamente puro, el paisaje brillaba de
esplendorosa claridad. Desde la loma, cuya cumbre ocupaban en ese momento los
dos caballos, el camino de tierra colorada cortaba el pasto delante de ellos
con precisión admirable, descendía al valle blanco de espartillo helado, para
tornar a subir hasta el monte lejano. El viento, muy frío, cristalizaba aún más
la claridad de la mañana de oro, y los caballos, que sentían de frente el sol,
casi horizontal todavía, entrecerraban los ojos al dichoso deslumbramiento.
Seguían así,
solos y gloriosos de libertad en el camino encendido de luz, hasta que al
doblar una punta de monte, vieron a orillas del camino cierta extensión de un
verde inusitado. ¿Pasto? Sin duda. Mas en pleno invierno...
Y con las narices
dilatadas de gula, los caballos se acercaron al alambrado. ¡Sí, pasto fino,
pasto admirable! ¡Y entrarían, ellos, los caballos libres!
Hay que advertir
que el alazán y el malacara poseían desde esa madrugada, alta idea de sí
mismos. Ni tranquera, ni alambrado, ni monte, ni desmonte, nada era para ellos
obstáculo. Habían visto cosas extraordinarias, salvando dificultades no
creíbles, y se sentían gordos, orgullosos y facultados para tomar la decisión
más estrafalaria que ocurrírseles pudiera.
En este estado de
énfasis, vieron a cien metros de ellos varias vacas detenidas a orillas del
camino, y encaminándose allá llegaron a la tranquera, cerrada con cinco
robustos palos. Las vacas estaban inmóviles, mirando fijamente el verde paraíso
inalcanzable.
-¿Por qué no
entran? -preguntó el alazán a las vacas.
-Porque no se
puede -le respondieron.
-Nosotros pasamos
por todas partes -afirmó el alazán, altivo-. Desde hace un mes pasamos por
todas partes.
Con el fulgor de
su aventura, los caballos habían perdido sinceramente el sentido del tiempo.
Las vacas no se dignaron siquiera mirar a los intrusos.
-Los caballos no
pueden -dijo una vaquillona movediza-. Dicen eso y no pasan por ninguna parte.
Nosotras sí pasamos por todas partes.
-Tienen soga
-añadió una vieja madre sin volver la cabeza.
-¡Yo no, yo no
tengo soga! -respondió vivamente el alazán-. Yo vivía en las capueras y pasaba.
-¡Sí, detrás de
nosotras! Nosotras pasamos y ustedes no pueden.
La vaquillona
movediza intervino de nuevo:
-El patrón dijo
el otro día: a los caballos con un solo hilo se los contiene. ¿Y entonces?...
¿Ustedes no pasan?
-No, no pasamos
-repuso sencillamente el malacara, convencido por la evidencia.
-¡Nosotras sí!
Al honrado
malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que las vacas, atrevidas y
astutas, impenitentes invasoras de chacras y del Código Rural, tampoco pasaban
la tranquera.
-Esta tranquera
es mala -objetó la vieja madre-. ¡Él sí! Corre los palos con los cuernos.
-¿Quién?
-preguntó el alazán.
Todas las vacas
volvieron a él la cabeza con sorpresa.
-¡El toro,
Barigüí! Él puede más que los alambrados malos.
-¿Alambrados?...
¿Pasa?
-¡Todo! Alambre
de púa también. Nosotras pasamos después.
Los dos caballos,
vueltos ya a su pacífica condición de animales a que un solo hilo contiene, se
sintieron ingenuamente deslumbrados por aquel héroe capaz de afrontar el
alambre de púa, la cosa más terrible que puede hallar el deseo de pasar
adelante.
De pronto las
vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba el toro. Y ante aquella
chata y obstinada frente dirigida en tranquila recta a la tranquera, los
caballos comprendieron humildemente su inferioridad.
Las vacas se
apartaron, y Barigüí, pasando el testuz bajo una tranca, intentó hacerla correr
a un lado.
Los caballos
levantaron las orejas, admirados, pero la tranca no corrió. Una tras otra, el
toro probó sin resultado su esfuerzo inteligente: el chacarero, dueño feliz de
la plantación de avena, había asegurado la tarde anterior los palos con cuñas.
El toro no
intentó más. Volviéndose con pereza, olfateó a lo lejos entrecerrando los ojos,
y costeó luego el alambrado, con ahogados mugidos sibilantes.
Desde la
tranquera, los caballos y las vacas miraban. En determinado lugar el toro pasó
los cuernos bajo el alambre de púa, tendiéndolo violentamente hacia arriba con
el testuz, y la enorme bestia pasó arqueando el lomo. En cuatro pasos más
estuvo entre la avena, y las vacas se encaminaron entonces allá, intentando a
su vez pasar. Pero a las vacas falta evidentemente la decisión masculina de
permitir en la piel sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello, lo
retiraban presto con mareante cabeceo.
Los caballos
miraban siempre.
-No pasan
-observó el malacara.
-El toro pasó
-repuso el alazán-. Come mucho.
Y la pareja se
dirigía a su vez a costear el alambrado por la fuerza de la costumbre, cuando
un mugido, claro y berreante ahora, llegó hasta ellos: dentro del avenal, el
toro, con cabriolas de falso ataque, bramaba ante el chacarero, que con un palo
trataba de alcanzarlo.
-¡Añá!... Te voy
a dar saltitos... -gritaba el hombre. Barigüí, siempre danzando y berreando
ante el hombre, esquivaba los golpes. Maniobraron así cincuenta metros, hasta
que el chacarero pudo forzar a la bestia contra el alambrado. Pero esta, con la
decisión pesada y bruta de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó,
bajo un agudo violineo de alambres y de grampas lanzadas a veinte metros.
Los caballos
vieron cómo el hombre volvía precipitadamente a su rancho, y tornaba a salir
con el rostro pálido. Vieron también que saltaba el alambrado y se encaminaba
en dirección de ellos, por lo cual los compañeros, ante aquel paso que avanzaba
decidido, retrocedieron por el camino en dirección a su chacra.
Como los caballos
marchaban dócilmente a pocos pasos delante del hombre, pudieron llegar juntos a
la chacra del dueño del toro, siéndoles dado oír la conversación.
Es evidente, por
lo que de ello se desprende, que el hombre había sufrido lo indecible con el
toro del polaco. Plantaciones, por inaccesibles que hubieran sido dentro del
monte; alambrados, por grande que fuera su tensión e infinito el número de
hilos, todo lo arrolló el toro con sus hábitos de pillaje. Se deduce también
que los vecinos estaban hartos de la bestia y de su dueño, por los incesantes
destrozos de aquella. Pero como los pobladores de la región difícilmente
denuncian al Juzgado de Paz perjuicios de animales, por duros que les sean, el
toro proseguía comiendo en todas partes menos en la chacra de su dueño, el
cual, por otro lado, parecía divertirse mucho con esto.
De este modo, los
caballos vieron y oyeron al irritado chacarero y al polaco cazurro.
-¡Es la última
vez, don Zaninski, que vengo a verlo por su toro! Acaba de pisotearme toda la
avena. ¡Ya no se puede más!
El polaco, alto y
de ojillos azules, hablaba con extraordinario y meloso falsete.
-¡Ah, toro, malo!
¡Mí no puede! ¡Mí ata, escapa! ¡Vaca tiene culpa! ¡Toro sigue vaca!
-¡Yo no tengo
vacas, usted bien sabe!
-¡No, no! ¡Vaca
Ramírez! ¡Mí queda loco, toro!
-Y lo peor es que
afloja todos los hilos, usted lo sabe también!
-¡Sí, sí,
alambre! ¡Ah, mí no sabe!...
-¡Bueno!, vea don
Zaninski: yo no quiero cuestiones con vecinos, pero tenga por última vez
cuidado con su toro para que no entre por el alambrado del fondo; en el camino
voy a poner alambre nuevo.
-¡Toro pasa por
camino! ¡No fondo!
-Es que ahora no
va a pasar por el camino.
-¡Pasa, toro! ¡No
púa, no nada! ¡Pasa todo!
-No va a pasar.
-¿Qué pone?
-Alambre de púa...
pero no va a pasar.
-¡No hace nada
púa!
-Bueno; haga lo
posible porque no entre, porque si pasa se va a lastimar.
El chacarero se
fue. Es como lo anterior, evidente, que el maligno polaco, riéndose una vez más
de las gracias del animal, compadeció, si cabe en lo posible, a su vecino que
iba a construir un alambrado infranqueable por su toro. Seguramente se frotó
las manos:
-¡Mí no podrán
decir nada esta vez si toro come toda avena!
Los caballos
reemprendieron de nuevo el camino que los alejaba de su chacra, y un rato
después llegaban al lugar en que Barigüí había cumplido su hazaña. La bestia
estaba allí siempre, inmóvil en medio del camino, mirando con solemne vaciedad
de idea desde hacía un cuarto de hora, un punto fijo de la distancia. Detrás de
él, las vacas dormitaban al sol ya caliente, rumiando.
Pero cuando los
pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieron los ojos despreciativas:
-Son los
caballos. Querían pasar el alambrado. Y tienen soga.
-¡Barigüí sí
pasó!
-A los caballos
un solo hilo los contiene.
-Son flacos.
Esto pareció
herir en lo vivo al alazán, que volvió la cabeza:
-Nosotros no
estamos flacos. Ustedes, sí están. No va a pasar más aquí -añadió señalando los
alambres caídos, obra de Barigüí.
-Barigüí pasa
siempre! Después pasamos nosotras. Ustedes no pasan.
-No va a pasar
más. Lo dijo el hombre.
-Él comió la
avena del hombre. Nosotras pasamos después.
El caballo, por
mayor intimidad de trato, es sensiblemente más afecto al hombre que la vaca. De
aquí que el malacara y el alazán tuvieran fe en el alambrado que iba a
construir el hombre.
La pareja
prosiguió su camino, y momentos después, ante el campo libre que se abría ante
ellos, los dos caballos bajaron la cabeza a comer, olvidándose de las vacas.
Tarde ya, cuando
el sol acababa de entrarse, los dos caballos se acordaron del maíz y
emprendieron el regreso. Vieron en el camino al chacarero que cambiaba todos
los postes de su alambrado, y a un hombre rubio, que detenido a su lado a
caballo, lo miraba trabajar.
-Le digo que va a
pasar -decía el pasajero.
-No pasará dos
veces -replicaba el chacarero.
-¡Usted verá!
¡Esto es un juego para el maldito toro del polaco! ¡Va a pasar!
-No pasará dos
veces -repetía obstinadamente el otro.
Los caballos
siguieron, oyendo aún palabras cortadas:
-...reír!
-...veremos.
Dos minutos más
tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés. El malacara y el alazán,
algo sorprendidos de aquel paso que no conocían, miraron perderse en el valle
al hombre presuroso.
-¡Curioso! -observó
el malacara después de largo rato-. El caballo va al trote y el hombre al
galope.
Prosiguieron.
Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa mañana. Sobre el cielo
pálido y frío, sus siluetas se destacaban en negro, en mansa y cabizbaja pareja,
el malacara delante, el alazán detrás. La atmósfera, ofuscada durante el día
por la excesiva luz del sol, adquiría a esa hora crepuscular una transparencia
casi fúnebre. El viento había cesado por completo, y con la calma del
atardecer, en que el termómetro comenzaba a caer velozmente, el valle helado
expandía su penetrante humedad, que se condensaba en rastreante neblina en el
fondo sombrío de las vertientes. Revivía, en la tierra ya enfriada, el invernal
olor de pasto quemado; y cuando el camino costeaba el monte, el ambiente, que
se sentía de golpe más frío y húmedo, se tornaba excesivamente pesado de
perfume de azahar.
Los caballos
entraron por el portón de su chacra, pues el muchacho, que hacía sonar el
cajoncito de maíz, oyó su ansioso trémulo. El viejo alazán obtuvo el honor de
que se le atribuyera la iniciativa de la aventura, viéndose gratificado con una
soga, a efectos de lo que pudiera pasar.
Pero a la mañana
siguiente, bastante tarde ya a causa de la densa neblina, los caballos
repitieron su escapatoria, atravesando otra vez el tabacal salvaje, hollando
con mudos pasos el pastizal helado, salvando la tranquera abierta aún.
La mañana
encendida de sol, muy alto ya, reverberaba de luz, y el calor excesivo prometía
para muy pronto cambio de tiempo. Después de trasponer la loma, los caballos
vieron de pronto a las vacas detenidas en el camino, y el recuerdo de la tarde
anterior excitó sus orejas y su paso: querían ver cómo era el nuevo alambrado.
Pero su
decepción, al llegar, fue grande. En los postes nuevos -obscuros y torcidos-
había dos simples alambres de púa, gruesos, tal vez, pero únicamente dos.
No obstante su
mezquina audacia, la vida constante en chacras había dado a los caballos cierta
experiencia en cercados. Observaron atentamente aquello, especialmente los
postes.
-Son de madera de
ley -observó el malacara.
-Sí, cernes
quemados.
Y tras otra larga
mirada de examen, constató:
-El hilo pasa por
el medio, no hay grampas.
-Están muy cerca
uno de otro.
Cerca, los
postes, sí, indudablemente: tres metros. Pero en cambio, aquellos dos modestos
alambres en reemplazo de los cinco hilos del cercado anterior, desilusionaron a
los caballos. ¿Cómo era posible que el hombre creyera que aquel alambrado para
terneros iba a contener al terrible toro?
-El hombre dijo
que no iba a pasar -se atrevió, sin embargo, el malacara, que en razón de ser
el favorito de su amo, comía más maíz, por lo cual sentíase más creyente.
Pero las vacas lo
habían oído.
-Son los
caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó ya.
-¿Pasó? ¿Por
aquí? -preguntó descorazonado el malacara.
-Por el fondo.
Por aquí pasa también. Comió la avena.
Entretanto, la
vaquilla locuaz había pretendido pasar los cuernos entre los hilos; y una
vibración aguda, seguida de un seco golpe en los cuernos dejó en suspenso a los
caballos.
-Los alambres
están muy estirados -dijo después de largo examen el alazán.
-Sí. Más
estirados no se puede...
Y ambos, sin
apartar los ojos de los hilos, pensaban confusamente en cómo se podría pasar
entre los dos hilos.
Las vacas,
mientras tanto, se animaban unas a otras.
-Él pasó ayer.
Pasa el alambre de púa. Nosotras después.
-Ayer no pasaron.
Las vacas dicen sí, y no pasan -oyeron al alazán.
-¡Aquí hay púa, y
Barigüí pasa! ¡Allí viene!
Costeando por
adentro el monte del fondo, a doscientos metros aún, el toro avanzaba hacia el
avenal. Las vacas se colocaron todas de frente al cercado, siguiendo atentas
con los ojos a la bestia invasora. Los caballos, inmóviles, alzaron las orejas.
-¡Come toda
avena! ¡Después pasa!
-Los hilos están
muy estirados... -observó aún el malacara, tratando siempre de precisar lo que
sucedería si...
-¡Comió la avena!
¡El hombre viene! ¡Viene el hombre! -lanzó la vaquilla locuaz.
En efecto, el
hombre acababa de salir del rancho y avanzaba hacia el toro. Traía el palo en
la mano, pero no parecía iracundo; estaba sí muy serio y con el ceño contraído.
El animal esperó
a que el hombre llegara frente a él, y entonces dio principio a los mugidos con
bravatas de cornadas. El hombre avanzó más, y el toro comenzó a retroceder,
berreando siempre y arrasando la avena con sus bestiales cabriolas. Hasta que,
a diez metros ya del camino, volvió grupas con un postrer mugido de desafío
burlón, y se lanzó sobre el alambrado.
-¡Viene Barigüí!
¡Él pasa todo! ¡Pasa alambre de púa! -alcanzaron a clamar las vacas.
Con el impulso de
su pesado trote, el enorme toro bajó la cabeza y hundió los cuernos entre los
dos hilos. Se oyó un agudo gemido de alambre, un estridente chirrido que se
propagó de poste a poste hasta el fondo, y el toro pasó.
Pero de su lomo y
de su vientre, profundamente abiertos, canalizados desde el pecho a la grupa,
llovían ríos de sangre. La bestia, presa de estupor, quedó un instante atónita
y temblando. Se alejó luego al paso, inundando el pasto de sangre, hasta que a
los veinte metros se echó, con un ronco suspiro.
A mediodía el
polaco fue a buscar a su toro, y lloró en falsete ante el chacarero impasible.
El animal se había levantado, y podía caminar. Pero su dueño, comprendiendo que
le costaría mucho trabajo curarlo -si esto aún era posible- lo carneó esa
tarde, y al día siguiente al malacara le tocó en suerte llevar a su casa, en la
maleta, dos kilos de carne del toro muerto.
HORACIO QUIROGA - EL ALAMBRE DE PUA
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