HORACIO QUIROGA
EL PASO DEL YABEBIRÍ
En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas,
porque «Yabebirí» quiere decir precisamente «Rio-de-las-rayas». Hay tantas, que
a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien
lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar renqueando media legua para
llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los
dolores más fuertes que se puede sentir.
Como en el Yabebirí hay también muchos otros pescados,
algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río,
matando millones de pescados. Todos los pescados que están cerca mueren, aunque
sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven
para nada.
Ahora bien; una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso
que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lástima de los pescaditos. Él no
se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran
inútilmente a millones de pescaditos. Los hombres que tiraban bombas se
enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era
muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los pescados
quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos, que lo conocían apenas se
acercaba a la orilla. Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo
seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él
no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.
Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo
hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:
-¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.
Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y
le preguntaron al zorro:
-¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?
-¡Ahí viene! -gritó el zorro de nuevo-. ¡Ha peleado con un
tigre! ¡El tigre viene corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle
paso, porque es un hombre bueno!
-¡Ya lo creo! ¡Ya lo creo que le vamos a dar paso!
-contestaron las rayas-. ¡Pero lo que es el tigre, ese no va a pasar!
-¡Cuidado con él! -gritó aún el zorro-. ¡No se olviden de
que es el tigre!
Y pegando un brinco, el zorro entró de nuevo en el monte.
Apenas acababa de hacer esto, cuando el hombre apartó las
ramas y apareció todo ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía por la
cara y el pecho hasta el pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre
caía a la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido,
y entró en el río. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que estaban
amontonadas se apartaron de su paso; y el hombre llegó con el agua al pecho
hasta la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme llegó, cayó desmayado en
la misma arena, por la gran cantidad de sangre que había perdido.
Las rayas no habían aún tenido tiempo de compadecer del todo
a su amigo moribundo, cuando un terrible rugido les hizo dar un brinco en el
agua.
-¡El tigre! ¡El tigre! -gritaron todas, lanzándose como una
flecha a la orilla.
En efecto, el tigre que había peleado con el hombre y que lo
venía persiguiendo había llegado a la costa del Yabebirí. El animal estaba
también muy herido, y la sangre le corría por todo el cuerpo. Vio al hombre
caído como muerto en la isla, y lanzando un rugido de rabia, se echó al agua,
para acabar de matarlo.
Pero apenas hubo metido una pata en el agua, sintió como si
le hubieran clavado ocho o diez terribles clavos en las patas, y dio un salto
atrás: eran las rayas, que defendían el paso del río, y le habían clavado con
toda su fuerza el aguijón de la cola.
El tigre quedó roncando de dolor, con la pata en el aire; y
al ver toda el agua de la orilla turbia como si removieran el barro del fondo,
comprendió que eran las rayas que no lo querían dejar
pasar. Y entonces gritó enfurecido:
-¡Ah, ya sé lo que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan
del camino!
-¡No salimos! -respondieron las rayas.
-¡Salgan!
-¡No salimos! ¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho para
matarlo!
-¡Él me ha herido a mí!
-¡Los dos se han herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el
monte! ¡Aquí abajo está bajo nuestra protección!... ¡No se pasa!
-¡Paso! -rugió por última vez el tigre.
-¡NI NUNCA! -respondieron las rayas.
(Ellas dijeron «ni nunca» porque así dicen los que hablan
guaraní, como en Misiones.)
-¡Vamos a ver! -bramó aún el tigre. Y retrocedió para tomar
impulso y dar un enorme salto.
El tigre sabía que las rayas están casi siempre en la
orilla; y pensaba que si lograba dar un salto muy grande acaso no hallara más
rayas en el medio del río, y podría así comer al hombre moribundo.
Pero las rayas lo habían adivinado y corrieron todas al
medio del río, pasándose la voz:
-¡Fuera de la orilla! -gritaban bajo el agua-. ¡Adentro! ¡A
la canal! ¡A la canal!
Y en un segundo el ejército de rayas se precipitó río
adentro, a defender el paso, al tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía
en medio del agua. Cayó loco de alegría, porque en el primer momento no sintió
ninguna picadura, y creyó que las rayas habían quedado todas en la orilla,
engañadas...
Pero apenas dio un paso, una verdadera lluvia de
aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo detuvieron en seco: eran otra vez las
rayas, que le acribillaban las patas a picaduras.
El tigre quiso continuar, sin embargo; pero el dolor era tan
atroz, que lanzó un alarido y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se
echó en la arena de costado, porque no podía más de sufrimiento; y la barriga
subía y bajaba como si estuviera cansadísimo.
Lo que pasaba es que el tigre estaba envenenado con el
veneno de las rayas.
Pero aunque habían vencido al tigre las rayas no estaban
tranquilas porque tenían miedo de que viniera la tigra y otros tigres, y otros
muchos más... Y ellas no podrían defender más el paso.
En efecto, el monte bramó de nuevo, y apareció la tigra, que
se puso loca de furor al ver al tigre tirado de costado en la arena. Ella vio
también el agua turbia por el movimiento de las rayas y se acercó al río. Y
tocando casi el agua con la boca, gritó:
-¡Rayas! ¡Quiero paso!
-¡No hay paso! -respondieron las rayas.
-¡No va a quedar una sola raya con cola, si no dan paso!
-rugió la tigra.
-¡Aunque quedemos sin cola, no se pasa! -respondieron ellas.
-¡Por última vez, paso!
-¡NI NUNCA! -gritaron las rayas.
La tigra, enfurecida, había metido sin querer una pata en el
agua, y una raya, acercándose despacio, acababa de clavarle todo el aguijón
entre los dedos. Al bramido de dolor del animal, las rayas respondieron,
sonriéndose:
-¡Parece que todavía tenemos cola!
Pero la tigra había tenido una idea, y con esa idea entre
las cejas se alejaba de allí, costeando el río aguas arriba, y sin decir una
palabra.
Mas las rayas comprendieron también esta vez cuál era el
plan de su enemigo. El plan de su enemigo era este: pasar el río por la otra
parte, donde las rayas no sabían que había que defender el paso. Y una inmensa
ansiedad se apoderó entonces de las rayas.
-¡Va a pasar el río aguas más arriba! -gritaron-. ¡No
queremos que mate al hombre! ¡Tenemos que defender a nuestro amigo!
Y se revolvían desesperadas entre el barro, hasta enturbiar
el río.
-¡Pero qué hacemos! -decían-. Nosotras no sabemos nadar
ligero... ¡La tigra va a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que
defender el paso a toda costa!
Y no sabían qué hacer. Hasta que una rayita muy inteligente,
dijo de pronto:
-¡Ya está! ¡Qué vayan los dorados! ¡Los dorados son amigos
nuestros! ¡Ellos nadan más ligero que nadie!
-¡Eso es! -gritaron todas-. ¡Que vayan los dorados!
Y en un instante la voz pasó y en otro instante se vieron
ocho o diez filas de dorados, un verdadero ejército de dorados que nadaban a
toda velocidad aguas arriba, y que iban dejando surcos en el agua, como los
torpedos.
A pesar de todo, apenas tuvieron tiempo de dar la orden de
cerrar el paso a los tigres; la tigra ya había nadado, y estaba ya por llegar a
la isla.
Pero las rayas habían corrido ya a la otra orilla, y en
cuanto la tigra hizo pie, las rayas se abalanzaron contra sus patas,
deshaciéndoselas a aguijonazos. El animal, enfurecido y loco de dolor, bramaba,
saltaba en el agua, hacía volar nubes de agua a manotones. Pero las rayas
continuaban precipitándose contra sus patas, cerrándole el paso de tal modo,
que la tigra dio vuelta, nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a la orilla,
con las cuatro patas monstruosamente hinchadas; por allí tampoco se podía ir a comer
al hombre.
Mas las rayas estaban también muy cansadas. Y lo que es
peor, el tigre y la tigra habían acabado por levantarse y entrar en el monte.
¿Qué iban a hacer? Esto tenía muy inquietas a las rayas, y
tuvieron una larga conferencia. Al fin dijeron:
-¡Ya sabemos lo que es. Van a ir a buscar a los otros tigres
y van a venir todos. Van a venir todos los tigres y van a pasar!
-¡NI NUNCA! -gritaron las rayas más jóvenes y que no tenían
tanta experiencia.
-¡Si, pasarán, compañeritas! -respondieron tristemente las
más viejas-. Si son muchos acabarán por pasar... Vamos a consultar a nuestro
amigo.
Y fueron todas a ver al hombre, pues no habían tenido tiempo
aún de hacerlo, por defender el paso del río.
El hombre estaba siempre tendido, porque había perdido mucha
sangre, pero podía hablar y moverse un poquito. En un instante las rayas le
contaron lo que había pasado, y cómo habían defendido el paso de los tigres que
lo querían comer. El hombre herido se enterneció mucho con la amistad de las
rayas que le habían salvado la vida, y dio la mano con verdadero cariño a las
rayas que estaban más cerca de él. Y dijo entonces:
-¡No hay remedio! Si los tigres son muchos, y quieren pasar,
pasarán...
-¡No pasarán! -dijeron las rayas chicas-. ¡Usted es nuestro
amigo y no van a pasar!
-¡Si, pasarán, compañeritas! -dijo el hombre hablando en voz
baja:
-El único modo sería mandar a alguien a casa a buscar el
winchester con muchas balas... pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera
de los pescados... y ninguno de ustedes sabe andar por la tierra.
-¿Qué hacemos entonces? -dijeron las rayas ansiosas.
-A ver, a ver... -dijo entonces el hombre, pasándose la mano
por la frente, como si recordara algo-. Yo tuve un amigo... un carpinchito que
se crió en casa y que jugaba con mis hijos... Un día volvió otra vez al monte y
creo que vivía aquí, en el Yabebirí... pero no sé dónde estará...
Las rayas dieron entonces un grito de alegría:
-¡Ya sabemos! ¡nosotros lo conocemos! ¡Tiene su guarida en
la punta de la isla! ¡Él nos habló una vez de usted! ¡Lo vamos a mandar a
buscar enseguida!
Y dicho y hecho: un dorado muy grande voló río abajo a
buscar al carpinchito; mientras el hombre disolvía una gota de sangre seca en
la palma de la mano, para hacer tinta, y con una espina de pescado, que era la
pluma, escribió en una hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta:
Mándenme con el carpinchito el winchester y una caja entera de veinticinco
balas.
Apenas acabó el hombre de escribir, el monte entero tembló
con un sordo rugido: eran todos los tigres que se acercaban a entablar la
lucha. Las rayas llevaban la carta con la cabeza afuera del agua para que no se
mojara, y se la dieron al carpinchito, el cual salió corriendo por entre el
pajonal a llevarla a la casa del hombre.
Y ya era tiempo, porque los rugidos, aunque lejanos aún, se
acercaban velozmente. Las rayas reunieron entonces a los dorados que estaban
esperando órdenes, y les gritaron:
-¡Ligero, compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de
alarma! ¡Que todas las rayas estén prontas en todo el río! ¡Que se encuentren
todas alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar!
Y el ejército de dorados voló enseguida, río arriba y río
abajo, haciendo rayas en el agua con la velocidad que llevaban.
No quedó raya en todo el Yabebirí que no recibiera orden de
concentrarse en las orillas del río, alrededor de la isla. De todas partes, de
entre piedras, de entre el barro, de la boca de los arroyitos, de todo el
Yabebirí entero, las rayas acudían a defender el paso contra los tigres. Y por
delante de la isla, los dorados cruzaban y recruzaban a toda velocidad.
Ya era tiempo, otra vez; un inmenso rugido hizo temblar el
agua misma de la orilla, y los tigres desembocaron en la costa.
Eran muchos; parecía que todos los tigres de Misiones
estuvieran allí. Pero el Yabebirí entero hervía también de rayas, que se
lanzaron a la orilla, dispuestas a defender a todo trance el paso.
-¡Paso a los tigres!
-¡No hay paso! -respondieron las rayas.
-¡Paso, de nuevo!
-¡No se pasa!
-¡No va a quedar raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya, si
no dan paso!
-¡Es posible! -respondieron las rayas-. ¡Pero ni los tigres,
ni los hijos de tigres, ni los nietos de tigres, ni todos los tigres del mundo
van a pasar por aquí!
Así respondieron las rayas. Entonces los tigres rugieron por
última vez:
-¡Paso pedimos!
-¡NI NUNCA!
Y la batalla comenzó entonces. Con un enorme salto los
tigres se lanzaron al agua. Y cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas.
Las rayas les acribillaron las patas a aguijonazos, y a cada herida los tigres
lanzaban un rugido de dolor. Pero ellos se defendían a zarpazos, manoteando
como locos en el agua. Y las rayas volaban por el aire con el vientre abierto
por las uñas de los tigres.
El Yabebirí parecía un río de sangre. Las rayas morían a
centenares... pero los tigres recibían también terribles heridas, y se
retiraban a tenderse y bramar en la playa, horriblemente hinchados. Las rayas,
pisoteadas, deshechas por las patas de los tigres, no desistían; acudían sin
cesar a defender el paso. Algunas volaban por el aire, volvían a caer al río, y
se precipitaban de nuevo contra los tigres.
Media hora duró esta lucha terrible. Al cabo de esa media
hora, todos los tigres estaban otra vez en la playa, sentados de fatiga y
rugiendo de dolor; ni uno solo había pasado.
Pero las rayas estaban también deshechas de cansancio.
Muchas, muchísimas habían muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:
-No podemos resistir dos ataques como este. ¡Que los dorados
vayan a buscar refuerzos! ¡Que vengan enseguida todas las rayas que haya en el
Yabebirí!
Y los dorados volaron otra vez río arriba y río abajo, e
iban tan ligeros que dejaban surcos en el agua, como los torpedos.
Las rayas fueron entonces a ver al hombre.
-¡No podremos resistir más! -le dijeron tristemente las
rayas. Y aún algunas rayas lloraban, porque veían que no podrían salvar a su
amigo.
-¡Váyanse, rayas! -respondió el hombre herido-. ¡Déjenme
solo! ¡Ustedes han hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres pasen!
-¡NI NUNCA! -gritaron las rayas en un solo clamor-. Mientras
haya una sola raya viva en el Yabebirí, que es nuestro río, defenderemos al
hombre bueno que nos defendió antes a nosotras!
El hombre herido exclamó entonces, contento:
-¡Rayas! ¡Yo estoy casi por morir, y apenas puedo hablar;
pero yo les aseguro que en cuanto llegue el winchester, vamos a tener farra
para largo rato; esto yo se lo aseguro a ustedes!
-¡Si, ya lo sabemos! -contestaron las rayas entusiasmadas.
Pero no pudieron concluir de hablar, porque la batalla
recomenzaba. En efecto: los tigres, que ya habían descansado, se pusieron
bruscamente en pie, y agachándose como quien va a saltar, rugieron:
-¡Por última vez, y de una vez por todas: paso!
-¡NI NUNCA! -respondieron las rayas lanzándose a la orilla.
Pero los tigres habían saltado a su vez al agua y recomenzó la terrible lucha.
Todo el Yabebirí, ahora de orilla a orilla, estaba rojo de sangre, y la sangre
hacía espuma en la arena de la playa. Las rayas volaban deshechas por el aire y
los tigres bramaban de dolor; pero nadie retrocedía un paso.
Y los tigres no solo no retrocedían, sino que avanzaban. En
balde el ejército de dorados pasaba a toda velocidad río arriba y río abajo,
llamando a las rayas: las rayas se habían concluido; todas estaban luchando
frente a la isla y la mitad había muerto ya. Y las que quedaban estaban todas
heridas y sin fuerza.
-¡A la isla! ¡vamos todas a la otra orilla!.
Pero también esto era tarde: dos tigres más se habían echado
a nado, y en un instante todos los tigres estuvieron en medio del río, y no se
veía más que sus cabezas.
Pero también en ese momento un animalito, un pobre animalito
colorado y peludo cruzaba nadando a toda fuerza el Yabebirí: era el
carpinchito, que llegaba a la isla llevando el winchester y las balas en la
cabeza para que no se mojaran.
El hombre dio un gran grito de alegría, porque le quedaba
tiempo para entrar en defensa de las rayas. Le pidió al carpinchito que lo
empujara con la cabeza para colocarse de costado, porque él solo no podía; y ya
en esta posición cargó el winchester con la rapidez de un rayo.
Y en el preciso momento en que las rayas, desgarradas,
aplastadas, ensangrentadas, veían con desesperación que habían perdido la
batalla y que los tigres iban a devorar a su pobre amigo herido, en ese momento
oyeron un estampido, y vieron que el tigre que iba delante y pisaba ya la
arena, daba un gran salto y caía muerto, con la frente agujereada de un tiro.
-¡Bravo, bravo! -clamaron las rayas, locas de contento-. ¡El
hombre tiene el winchester! ¡Ya estamos salvadas!
Y enturbiaban toda el agua verdaderamente locas de alegría.
Pero el hombre proseguía tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo tigre
muerto. Y a cada tigre que caía muerto lanzando un rugido, las rayas respondían
con grandes sacudidas de la cola.
Uno tras otro, como si el rayo cayera entre sus cabezas, los
tigres fueron muriendo a tiros. Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras
otro se fueron al fondo del río, y allí las palometas los comieron. Algunos
boyaron después, y entonces los dorados los acompañaron hasta el Paraná,
comiéndolos, y haciendo saltar el agua de contentos.
En poco tiempo las rayas, que tienen muchos hijos, volvieron
a ser tan numerosas como antes. El hombre se curó, y quedó tan agradecido a las
rayas que le habían salvado la vida, que se fue a vivir a la isla. Y allí, en
las noches de verano, le gustaba tenderse en la playa y fumar a la luz de la
luna, mientras las rayas, hablando despacito, se lo mostraban a los pescados,
que no le conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas a ese hombre,
habían tenido una vez contra los tigres.
HORACIO QUIROGA
EL PASO DEL YABEBIRÍ
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