La Mesa del Café - Folklore
publicado en la página webb TODOTANGO.
rolandomoro 08/07/2015
-EL CHICO QUE
AMABA UNA TUMBA-
*Fitz James
O’Brien*
Muy lejos, allá
en el corazón de un lejano país, había un viejo y solitario cementerio. Ya no
se enterraba allí a los muertos, pues estaba abandonado desde hacía mucho
tiempo. Su hierba crecida alimentaba ahora algunas cabras que trepaban por el
muro ruinoso y vagaban por aquel triste desierto de tumbas. El camposanto
estaba bordeado de sauces y cipreses sombríos y la puerta de hierro oxidado,
rara vez abierta, crujía cuando el viento agitaba sus bisagras, como si algún
alma perdida, condenada a vagar en ese lugar desolado, sacudiera los barrotes y
se lamentara de su terrible encarcelamiento.
En este
cementerio había una tumba distinta de las demás. La lápida no tenía nombre,
pero en su lugar aparecía la tosca escultura de un sol saliendo del mar. La
tumba, muy pequeña y cubierta de una espesa capa de retama y ortigas, podría
ser, por su tamaño, la de un niño de pocos años.
No muy lejos del
viejo cementerio, vivía con sus padres un chico en una mísera casa; era un
muchacho soñador, de ojos negros, que nunca jugaba con los otros niños del
barrio, pues le gustaba corretear por los campos, recostarse a la orilla del
río para ver caer las hojas en el murmullo de las aguas y mecer los lirios sus
blancas cabezas al compás de la corriente.
No era de
extrañar que su vida fuera triste y solitaria, ya que sus padres eran malas
personas que bebían y discutían todo el día y toda la noche, y los ruidos de
sus peleas llegaban en las tranquilas noches de verano hasta los vecinos que
vivían en la aldea debajo de la colina.
El muchacho
estaba aterrorizado con estas horribles disputas y su alma joven se encogía
cada vez que oía los juramentos y los golpes en la pobre casa, así que solía
correr por los campos en donde todo parecía tan tranquilo y tan puro, y hablar
con los lirios en voz baja como si fueran sus amigos.
De este modo,
llegó a frecuentar el viejo cementerio y empezó a caminar entre las lápidas
semienterradas, deletreando los nombres de las personas que habían partido de
la tierra años y años atrás.
Con el tiempo su
amor por la pequeña tumba creció tanto que la adornó según su gusto infantil.
Arrancó las retamas, las ortigas y la maleza que crecían sombrías sobre ella, y
recortó la hierba hasta que empezó a crecer espesa y suave como la alfombra de
los cielos. Después trajo prímulas de los verdes campos, flores blancas de
espino, rojas amapolas Sin embargo, la pequeña tumba sin nombre y olvidada le
atrajo más que todas las demás. La extraña y misteriosa imagen de la salida del
sol sobre el mar le producía asombro, y así, fuera de día o de noche, cuando la
furia de sus padres lo arrojaba de su casa, solía dirigirse allí, sentarse
sobre la espesa hierba y pensar quién podría
estar enterrado
de los maizales, campanillas azules del corazón del bosque, y las plantó
alrededor de la tumba. Con las ramas flexibles de mimbre plateado trenzó un
simple cerco alrededor y raspó el musgo que cubría toda la tumba hasta dejarla
como si fuera la de una hermosa hada.
Entonces quedó
muy satisfecho. Durante los largos días de verano, se tendía sobre la tumba,
abrazando el hinchado montículo, mientras que el suave viento jugaba a su
alrededor y tímidamente acariciaba sus cabellos. Del otro lado de la colina le
llegaban los gritos de los chicos de la aldea jugando; a veces alguno de ellos
venía y le proponía participar en sus juegos, pero él lo miraba con sus
tranquilos ojos negros y le respondía gentilmente que no; el muchacho,
impresionado, se iba en silencio y susurraba con sus compañeros sobre el chico
que amaba una tumba.
Era cierto, él
amaba aquel cementerio más que cualquier juego. Se sentía muy a gusto con la
quietud del lugar, el aroma de las flores silvestres y los rayos dorados
cayendo entre los árboles y jugueteando sobre la hierba. Permanecía horas
recostado boca arriba contemplando el cielo de verano, mirando navegar las
nubes blancas y preguntándose si serían las almas de las buenas personas camino
del hogar celestial. Pero cuando las nubes negras de la tormenta se acercaban
llenas de lágrimas apasionadas y reventaban con ruido y fuego, pensaba en su
casa y en sus malos padres y se dirigía a la tumba y recostaba su mejilla
contra ella como si fuera su hermano mayor.
Así fue pasando el verano hasta convertirse en otoño. Los árboles estaban tristes y temblaban al acercarse el tiempo en que el viento feroz les arrebataría sus capas, y las lluvias y las tormentas golpearían sus miembros desnudos. Las prímulas se pusieron pálidas y se marchitaron, pero en sus últimos momentos parecieron mirar sonrientes al chico como diciendo: “No llores por nosotros, regresaremos de nuevo el año que viene”. Pero la tristeza de la temporada lo invadió mientras se acercaba el invierno, y a menudo mojaba la pequeña tumba con sus lágrimas y besaba la piedra gris como uno besaría a un amigo que está a punto de partir.
Una tarde, hacia
el final del otoño, cuando el bosque estaba marrón y sombrío, y el viento sobre
la colina parecía aullar amenazador, el chico, sentado junto a la tumba, oyó
chirriar la vieja puerta al girar sobre sus oxidados goznes, y mirando por
encima de la lápida vio acercarse una extraña procesión. Eran cinco hombres:
dos llevaban lo que parecía ser una caja larga cubierta con un paño negro,
otros dos llevaban picas en las manos y el quinto, un hombre alto de rostro
consternado, envuelto en una capa larga, caminaba al frente. Cuando el chico
vio andar a estos hombres de un lado a otro por el cementerio, tropezando con
lápidas medio enterradas o parándose a examinar las inscripciones semiborradas,
su corazón casi dejó de latir y se encogió, lleno de terror, detrás de la
piedra gris.
Los hombres
caminaban de un lado a otro, con el hombre alto en cabeza, buscando
concienzudamente entre la hierba y de vez en cuando se detenían para consultar
entre ellos. Finalmente el hombre que los dirigía encontró la pequeña tumba y,
agachándose, se puso a mirar la lápida. La luna acababa de levantarse y su luz
bañaba la peculiar escultura del sol saliendo del mar. Entonces hizo señas a
sus compañeros. “La encontré -dijo-, es aquí”. Los demás se acercaron y los
cinco hombres quedaron parados contemplando la tumba. El pequeño, detrás de la
piedra, apenas respiraba.
Los dos hombres
que llevaban la caja la apoyaron en la hierba, quitaron el paño negro y el
chico vio entonces un pequeño ataúd de ébano brillante con adornos plateados y
en la cubierta, labrada también en plata, la escultura familiar de un sol
saliendo del mar. “Ahora, ¡a trabajar!” dijo el hombre alto y, al momento, los
dos que llevaban picas y palas se pusieron a cavar en la pequeña tumba. El
chico pensó que se le rompería el corazón y ya no pudo contenerse, se arrojó
sobre el montículo y exclamó sollozando:
“¡Oh, señor! ¡No
toquen mi pequeña tumba! ¡Es lo único querido que tengo en el mundo! No la
toquen, pues todo el día me recuesto aquí y la abrazo, y es como si fuera mi
hermano. La cuido y mantengo la hierba cortita y gruesa, y le prometo que, si
me la dejan, el año que viene plantaré aquí las más bellas flores de la
colina.”
“¡Calla, hijo, no
seas tonto!”, respondió el hombre de rostro serio. “Es una tarea sagrada la que
debo realizar; el que yace aquí era un chico como tú, pero de sangre real, y
sus antepasados vivían en palacios. No es apropiado que sus huesos reposen en
un terreno común y abandonado. Del otro lado del mar los espera un lujoso
mausoleo, y he venido a llevarlos conmigo para depositarlos en bóvedas de
pórfido y mármol. Por favor -dijo a los hombres-, apártenlo y sigan con su
trabajo.”
Lo enterraron en
donde él había deseado y cuando el césped estuvo alisado y el cortejo fúnebre
se retiró, esa noche apareció una nueva estrella en el cielo, mirando la
pequeña tumba.
LOS ESCRITOS DE ROLANDO
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