La Mesa del Café - Folklore
publicado en la página webb TODOTANGO.
rolandomoro
27/06/2015
-MUSO KOKUSHI
LIBERA AL ESPIRITU DEL “JIKININKI”-
Un sacerdote
errante de la tribu y secta del Zen, llamado Muso Kokushi, viajando por las
sierras inmensas de su país, se perdió, y ya desesperaba de encontrar dónde
cobijarse durante la noche, cuando los últimos rayos solares iluminaron, en la
cima de una colina, una ermita llamada Anjitsu.
Estas ermitas
tienen la particularidad de que solamente están construidas para albergar
sacerdotes solitarios; eremitas o ermitaños, como se les llama.
Al primer golpe
de vista las esperanzas del sacerdote sufrieron un rudo golpe, pues el estado
de la ermita ofrecía un aspecto en verdad desolador, ruinoso. Mas no por eso
descartó la posibilidad de encontrarla habitada, apresurándose a llegar cuanto
antes, yendo todo lo deprisa que le permitían sus ya mermadas fuerzas. Por fin
llegó, encontrando que su único habitante era un sacerdote bastante más anciano
que él. Siguiendo la costumbre de su secta, le pidió humildemente que le
concediese hospedaje por aquella noche, quedando atónito cuando el otro,
fruncido el ceño, le dijo categóricamente que NO; mas añadió, después de
pensarlo, que se dirigiese a un poblado que estaba a poca distancia, donde a
buen seguro le hospedarían.
Muso le dio las
gracias y prosiguió su camino sin decirle palabra.
Al poco tiempo de
caminar, Muso encontró la aldea, si es que así se podía llamar, pues contaba
como mucho con seis o siete caseríos. Le dieron alojamiento en la casa del
alcalde. Al entrar observó que había mucha gente congregada, pero como estaba
tan agotado, aunque vio que lo llevaban a un cuarto bastante apartado, no
concedió al hecho excesiva importancia. No había hecho más que acostarse el
caminante, cuando le pareció que le despertaban los sonidos de lamentos y se
incorporó y vio cómo la puerta se abría lentamente, dejando entrar a un joven
bien presentado, con una primitiva lámpara de mano, que le dijo lo siguiente:
—Reverendo
padre..., es mi desagradable deber informarle que ahora soy el jefe de esta
familia, pues cuando usted llegó mi padre acababa de expirar hacía unas horas.
Pero dada la condición de su clase y el cansancio que se manifestaba en su
rostro, no se lo quisimos decir por no interrumpir su descanso. La gente que
usted vio son los vecinos del pueblo, que habían venido a cumplir con los
últimos requisitos que se les presta a los muertos; ahora se van a otro pueblo
situado a pocos kilómetros de aquí porque, según nuestra costumbre, nadie se
puede quedar en nuestra aldea después de la medianoche y hacemos nuestras
ofrendas y nuestros rezos.
Creo que sería
mejor que usted, padre, nos acompañase al pueblo de al lado, aunque por ser
sacerdote a lo mejor no tema a los espíritus malignos, a los cuales tememos los
demás. Si es así, puede usted considerar esta humilde mansión como suya y
quedarse con el muerto. Más debo poner en su conocimiento que nadie, aparte de
un sacerdote, se atrevería a quedarse aquí con un cadáver. Así de raras son las
cosas que suceden, como probablemente se dará cuenta si permanece aquí.
Muso le
respondió, después de reflexionar un instante:
—Por vuestra
hospitalidad os estoy eternamente agradecido; mas siento, buen amigo, que me
dijerais lo de la muerte de vuestro padre, pues, aunque es verdad que estaba un
poco cansado a mi llegada, no lo estaba lo suficiente como para no haber
cumplido con uno de los sagrados deberes que impone el sacerdocio en nuestra
religión. Si antes me lo hubieseis dicho, hubiera llevado a cabo el servicio
antes de que los demás hubiesen partido. Pero no os preocupéis; lo haré ahora,
cuando marchéis los que quedáis, estando con el difunto hasta mañana. Con
respecto a las cosas que acabáis de contarme os comunico que, después de largos
años de servicio como yo llevo, no temo ni a los hombres ni a los demonios.
De manera que,
por lo que a mí respecta, podéis ir bien tranquilos, que mañana nos veremos. El
joven pareció quedarse más conforme con la contestación del sacerdote y, sobre
todo, más tranquilo. Repitió al peregrino que a ellos les estaba prohibido
quedarse en el pueblo después de la medianoche, y con muchos zarambeques y
consejos acerca de que cuidara de su persona, se despidieron, marchando el
muchacho a toda prisa. Solo se quedó Muso, pero eso no le importaba demasiado.
Primero rezó las
preces de reglamento, y como el cuarto estaba iluminado por un tomyo, o quinqué
budista, se quedó en la más profunda meditación. Reinaba una completa
tranquilidad cuando vio entrar una sombra o, mejor dicho, forma, quedando desde
aquel momento sin la más leve fuerza para moverse.
Muso vio cómo la
forma cogía el cadáver, como si tuviese manos, se lo acercaba a una cavidad que
tenía por boca y se lo comía entero: carne, huesos, pelo, hasta el sudario.
Luego de esta repugnante escena, la forma desapareció de la misma manera que
había aparecido.
Cuando al día
siguiente llegaron los del pueblo, se encontraron al sacerdote Muso
esperándoles a la entrada de la casa del alcalde. Entraron y, al comprobar la
desaparición del cadáver, no efectuaron el menor comentario. Pero el hijo del
difunto le dijo:
—Reverendo padre,
es probable que esta noche haya usted presenciado cosas extremadamente
desagradables. Cosas horribles que, de habérselas contado yo con anterioridad,
a buen seguro que no hubiese creído porque, en realidad, resultan increíbles...
Increíbles hasta que uno es testigo directo de ellas, claro. Excuso decirle que
todos hemos estado muy preocupados por la suerte que usted pudiese correr,
pero, dada su condición de religioso, tampoco nos atrevíamos a obligarle a
renunciar a las disposiciones propias de su ministerio.
También pensamos
en quedamos aquí para protegerle en el caso de que ello hubiera sido necesario.
Pero cada vez que las leyes de este pueblo son desobedecidas a este respecto,
ocurren luego extremas calamidades. Sin embargo, cuando obedecemos, desaparece
el cadáver y lo ofrendado. Quizá usted ha podido ver cómo desaparecen todas
estas cosas, aunque es cuestión de su privacidad el revelarlas o no.
Muso le dijo que
no tenía ningún inconveniente en hablar y le explicó lo de la forma misteriosa
y además le preguntó si alguna que otra vez no oficiaba el viejo sacerdote que
tenía su ermita sobre la cuesta, a poca distancia del pueblo. Como todos
estaban escuchando se miraron entre sí asombrados, al oír las últimas palabras
del religioso, y le respondieron casi al unísono:
—Querido padre,
en esta comarca no ha habido un sacerdote en los últimos cien años, y por lo
que respecta a la ermita, hace siglos que ya no existe ninguna donde su señoría
dice.
Muso no insistió
más sobre la cuestión y, después de informarse bien sobre la carretera, para no
perder su camino por segunda vez, se despidió sin decir nada; mas se propuso
aclarar el misterio de la ermita y allá dirigió sus pasos.
La encontró sin
ninguna dificultad, como había supuesto de antemano, y ahora su ocupante le
invitó a penetrar. Apenas había traspuesto el desvencijado umbral de lo que
antaño fuese la puerta, cuando el viejo prorrumpió en llantos, diciendo que se
avergonzaba de lo sucedido. Muso le dijo que no tenía que avergonzarse por no
haberle dejado dormir en la ermita la noche anterior. Pero el anciano, que no
se estaba refiriendo a ese hecho concreto, prosiguió en tono patético:
—No, señor. Lo
que me da vergüenza es que me haya visto en mi verdadera... forma. Sepa que el
que se comió el muerto anoche fui yo. Y sepa usted, reverendo señor, que soy un
jikininki, o sea, un sacerdote caníbal, y permítame confesar la causa y culpa
por las que estoy reducido a esta vergonzante situación. Hace muchos siglos yo
era el único sacerdote que había en estos parajes; mas sólo me ocupaba de la
parte mercantil.
Me traían los
cadáveres desde distancias muy grandes; pero yo sólo pensaba en la comida y en
los trajes que la gente piadosa me regalaba. Así es que después de mi muerte
fui reencarnado en un jikininki. Desde entonces me encuentro ante la
desagradable obligación de alimentarme únicamente de los muertos que se
producen en este distrito. Ahora, padre reverendo, le ruego diga usted un
segaki —rito budista para pacificar los espíritus que se han vuelto
hambrientos—, para que yo pueda abandonar esta existencia tan horrible.
No había hecho
más que formular la petición, cuando desapareció, y con él, la ermita. El
sacerdote Muso Kokushi se encontró solo, arrodillado sobre la hierba. Al lado
suyo no había más que una go-rinishi (especie de piedra, formada de cinco
partes, que simbolizan los cinco elementos místicos: éter, aire, fuego, agua y
tierra), que parecía representar la tumba de un sacerdote.
*Leyendas del
folclore Nipón*
LOS ESCRITOS DE ROLANDO
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