LOS CAZADORES DE
MARFIL
ROBERTO ARLT
La barcaza a
nueve nudos por hora, iba aguas abajo por el río Congo. A un lado del mástil,
el pequeño. Inmóvil junto al timón, el grandote. Los dos hombres meditaban. De
ellos se podía decir: por mitad comerciantes y por mitad bandidos, según se
ofrecieran las circunstancias. Peter, de minúscula estatura, desafiaba al sol
africano, que no había podido disolver su firme palidez. Anderson, a su lado,
resultaba gigantesco, cabezudo y violento. Difícil era resolver cuál de los dos
era más peligroso. Trafican a todo lo largo del río Congo. Su última aventura
había consistido en matar a palos y cuchilladas a treinta nativos cargados de
colmillos de marfil. En cierto modo iban huidos, ambos pensaban que de ser uno
solo el propietario del cargamento de marfil, podría vivir dichosamente los
años que le restaban de vida.
Mientras la línea
de los bosques acercaba o apartaba sus verdes murallas en la llanura de agua, y
la barcaza, resoplando, avanzaba hacia el cabo de Dongo-Dongo, Peter pensaba
cómo podría asesinar a su socio y Anderson de qué modo mataría a Peter.
Por su
importancia, el cargamento de marfil, solicitaba un asesinato.
En África, los
hombres siempre han muerto a otros hombres para apoderarse del marfil. No hay
una sola bola que ruede en ninguno de los paños verdes de los billares del
mundo que, secretamente, no esté manchada de sangre. De sangre de negro, de
sangre de bestia y de sangre de blanco…
El marfil
solicita la sangre. Peter lo sabía y Anderson también. De modo que un crimen
más no tenía importancia.
Se acercaban a la
orilla o se alejaban, y el gigante de Anderson se decía que ahora que cerrara
la noche. ..
Ahora que cerrara
la noche. . . Pero ¿quién cuidaría la caldera de la barcaza y del timón si él
asesinaba a Peter? Peter, además de maquinista, conocía palmo a palmo las
revueltas del río.
Además, hasta que
no dejaran atrás el cabo de Dongo-Dongo, el río era peligroso. Para Anderson,
estrangular a Peter era una operación sencilla. Lo estrangularía y lo arrojaría
a las aguas, los peces voraces o los perezosos cocodrilos darían cuenta de él.
Cierto es que
Peter tenía un hijo, y Anderson hubiera preferido que Peter no tuviera un hijo,
porque nunca es agradable dejar a un chico huérfano. No, a esto no llegaba la
dureza de Anderson. Pero ¿qué podía hacer el buenazo de Anderson? ¿No
estrangular a Peter?
No, eso no podía
ser… Su benevolencia no llegaba a tales extremos. Lo estrangularía a Peter y se
lamentaría profundamente por el huérfano. Además, en todas las ciudades, se
encuentran establecimientos filantrópicos, y cualquiera de ellos se hará cargo
del huérfano. No era cosa de perder un cargamento de marfil por exceso de buen
corazón. Le retorcería el pescuezo a Peter como a un pollo, y se interesaría
por el huérfano. Eso. ¡Se interesaría por el huérfano y le daría una
oportunidad! …
Anderson se
sintió reconfortado por haber resuelto el problema equitativamente. Peter
debiera estarle agradecido de su prudencia. Ahora podía asesinarlo con la
conciencia tranquila y todos quedarían contentos.
Mientras que
Anderson, con una mano apoyada en la barra del timón, pensaba estas cosas, Peter
daba vueltas en su magín al factible modo de librarse de Anderson, ¿una
puñalada, un tiro o un garrotazo?
Un garrotazo era
casi imposible. Tendría que acercarse a Anderson, y éste, desde hacía varios
días dormía con un ojo abierto y otro cerrado, y siempre—¡la casualidad de las
casualidades! que Peter tomaba el cuchillo, Anderson empezaba a revisar el
tallado de un garrote que estaba a su alcance, o el tambor de su revólver.
Cualquier crimen era preferible a repartir el cargamento de marfil. Si él asesinaba
a Anderson, su hijo podría estudiar en la universidad, en fin, vivir una vida
un poco más humana y limpia de la que cochinamente no se había podido librar
hasta ahora.
Pero había que
liquidar aquel asunto antes de llegar a las primeras factorías de Dongo-Dongo.
El cauce del río se ensanchaba, la selva aparecía allá, muy lejos, sobre la
anchurosa sábana de agua amarilla, y Peter, sentado tristemente frente a la
caldera, en la que ardían gruesos troncos, pensaba que si su hijo fuera a la
universidad, él podría envejecer honorablemente y calzar abrigadas pantuflas
durante el invierno.
Pero el maldito
Anderson, como si sospechara de la naturaleza de sus pensamientos, sesgadamente
sentado junto al timón, sin perderle de vista, hacía varios días que Anderson,
casualmente, tomaba posiciones que hacían prácticamente imposible toda
tentativa de asesinato.
De pronto,
Anderson dijo, grave:
—¡Picaron! . . .
Peter se aproximó
apresuradamente… las cuerdas de los anzuelos estaban tensas. Tendrían pescado
para la noche.
Anderson se
inclinó sobre un espinel y Peter sobre otro. En los extremos de las cuerdas, un
pez de oro y un pez de plata saltaban fuera de las aguas y volvían a
sumergirse. Anderson comenzó a recoger los anzuelos. Peter volvió la cabeza.
Anderson seguía divertido con los saltos del pez de oro, y Peter descargó su
brazo como un resorte. Se vieron en el aire los dos pies del hombre, y Anderson
lanzó un grito ronco. Ahora nadaba vigorosamente tras la barcaza. Pero ésta se
alejaba rápidamente en el mar de herbajos que la rodeaban.
Los aullidos de
Anderson sonaban cada vez más distantes, ahora comprendía Peter el significado
de nueve nudos por hora. Anderson nadaba rápidamente pero su relieve fuera de
las aguas se tornaba cada vez más pequeño.
Peter,
manteniendo inmóvil la barra del timón con un pie, cruzado de brazos miró al
lejano nadador. Nadie podía salvarle. Había caído en la parte más estrecha del
río, en la llanura de herbajos, que eran nidales de cocodrilos. Más adelante
estaban los remolinos; detrás las cascadas. El cargamento de marfil le
pertenecía. Ya nadie podría disputárselo. Su hijo iría a la universidad, y
cuando él fuera anciano usaría tiernas pantuflas. En cuanto a Anderson, diría
que el hombre había muerto a consecuencia de una fiebre maligna, y todos se
darían por muy satisfechos.
Tres años
después, Peter vivía en Montaña Negra, al sur de Neuquén. Había llegado el
verano. Caía la tarde y el cazador de marfil, de pie frente a su casa de madera
de alerce.
Estaba satisfecho
ahora, porque en el pasado había cometido un crimen, y ese crimen había
permanecido impune, y de consiguiente él y su hijo vivían sin penas. Sobre todo
su hijo. El chico andaba jugando por el monte entre recientemente derribados
troncos de robles. Lo había hecho venir de Santiago a pasar sus vacaciones,
porque Peter, siempre prudente, quiso que su chico se ligara a los hijos de los
ganaderos de la zona, y en vez de enviarlo a estudiar a Buenos Aires, que
quedaba tan lejos, le hacía ir hasta Chile cruzando los lagos. Ahora el niño
estaba con él, y Peter sentía que el cielo derramaba bendiciones sobre su
cabeza. Recordando al corpulento Anderson, cuyos huesos se podrirían en el
fondo del río Congo, pensó:
“Si Anderson
viera al nene, y a este cuadro, y a esta buena casa de alerce, y a las ovejas
que andan en el monte, se pondría contento y palmeándome en las espaldas me
diría:
“—Eres un hombre
prudente, Peter, siempre lo he dicho.”
¡Cosa curiosa! El
cazador de marfil recordaba al muerto a cada una de sus satisfacciones, y hasta
le ocurría, muchas veces, dejarse llevar por su pensamiento y discutir con él,
como si el muerto estuviera vivo, y semejante conducta no aminoraba los
remordimientos de Peter, por la sencilla razón de que un forajido como Peter no
podía experimentar ningún género de remordimiento; pero situaba al muerto, con
respecto a él en un plano de indulgencia misteriosa. Era como si le pidiera
consentimiento al asesinado para ser feliz, y Anderson, magnánimamente, le
permitía ser feliz.
Peter echó
algunas bocanadas de humo y miró las montañas azules que enrojecían, y
nuevamente volvió a sentirse contento de tener un hijo, una propiedad y de no
estar en presidio.
Un caballo se
detuvo frente a la distante tranquera y Peter palideció. Palidecía ansiosamente
siempre que un desconocido se detenía frente a su campo. “No hay motivo”, se
decía él; pero el caso era que su rostro se cubría de una palidez mortal.
El desconocido
montaba un recio potro, y una barba espesa le circunvalaba el rostro. Después
de abrir la tranquera, sin desmontar, avanzó al galope por el camino. Peter se
apoyó, trémulo, en el muro de tablas de su vivienda en cuanto pudo reconocerlo.
El muerto había resucitado. Allí, en persona, estaba Anderson.
—Aquí estoy—dijo
el otro, desmontando—, yo: Anderson.—Y su mano ancha cayó sobre la espalda de
su verdugo.
—¡Tú!…—acertó a
murmurar el otro.
El hijo de Peter
apareció por un camino junto a la casa sombreada de grandes árboles. El niño
iba descalzo, un cinturón con cartuchera le sostenía el pantaloncito y traía un
arco con flechas entre las manos. Anderson miró al pequeño, y dijo:
—De modo que éste
es tu mocito hijo Andresillo. Bien, bien con Andresillo.
El niño miró al
barbudo y se coló en la casa. Peter, desencajado, continuaba mirando a su ex
socio. ¿De modo que no había muerto? Como si el otro viera lúcidamente lo que
pasaba en su cerebro, replicó sagazmente:
—No, no he
muerto, Peter. ¿Has visto? No he muerto. Y bien pude haberme muerto. ¡Vaya si
pude!…
—¿Cómo llegaste
hasta aquí?—murmuró Peter.
—¡Ah, es tan
largo de contar todo esto! ¡Tan largo!…
—¿Vienes a buscar
tu parte?
Anderson lo
soslayó cruelmente. Luego:
—Sí, por
supuesto.—Y nuevamente su mano cayó sobre el hombro del cazador de marfil, y
una congoja tremenda entró en los sentidos de Peter, y sus ojos se nublaron.
Anderson continuó:—Pero ¡qué alegría verte! no hay nada que hacer, Peter. Yo
siempre lo he dicho. Eres un hombre prudente. ¿De manera que te has comprado
estos montes. . . y esta finca? Bien. Bien. Y el pobre Anderson pudriéndose en
el fondo del río Congo, ¿eh? El pobre Anderson haciendo bulto en el estómago de
algún cocodrilo, ¿eh?…
Miró nuevamente
todo lo que había en derredor suyo, y continuó, socarrón:
—¿De manera que
te das la vida de un príncipe? Engordas, ¿eh? ¿Y no te acordabas nunca de mí?
Dime, Peter: ¿nunca te has acordado de mí?…
—¡Cállate!—murmuró
Peter.
—Yo siempre te
recordaba—prosiguió Anderson—. Me decía: “¿Dónde estará mi buen amigo? ¿Qué
será de sus negocios? ¿Qué intereses le producirá su capitalcito?”. Pensaba en
ti—súbitamente ese tono cambió—, y se me revolvía el estómago—nuevamente retomó
el otro tono—. Se me revolvía el estómago al acordarme de toda el agua que
tragué en aquel anchuroso río. Porque, ¡vaya si es ancho ese río!
Copiosas gotas de
sudor rodaban por el rostro de Peter. Su mirada iba ansiosamente hacia el
interior de la casa. ¿Por qué había enviado a la cocinera hasta el puesto de
Coiue?
Anderson
continuó:
—Te prevengo que
he salvado la vida, digamos cómo. . ., ¡milagrosamente! Me encontró una lancha
de negros en Dongo-Dongo abrazado a un tronco. Te juro, Peter, que llorarías de
lástima si vieras cómo me desgarraron las piernas los dentudos peces. Estuve
enfermo. Gravemente enfermo. Otro hombre te hubiera delatado a la justicia. Yo me
callé. Me dije: “No quiero que Peter tenga dificultades con los hombres de la
ley”. ¿He procedido mal o bien? Contéstame.
El cazador de
marfil tuvo la sensación de que su corazón se había convertido en un trozo de
manteca, derritiéndose junto a un encendido brasero. Anderson continuó
arrimando su enorme estatura a él.
—Contéstame,
Peter: ¿he procedido bien o mal?
Peter sentía su
aliento en las narices. La mano de Anderson se levantó, tomándole del cuello lo
introdujo en el comedor. Una estufa ocupaba el centro de la habitación de muros
adornados con cabezas de ciervos y jabalíes, y por el vidrio de la ventana
entraba un rayo rojo de sol. Peter miró ansiosamente en derredor. Su escopeta
estaba allí sobre la cama.
Anderson adivinó
el sentido de su mirada, y sin soltarle del alzacuello lo arrimó al tubo de la
estufa:
—De manera que no
te niegas ningún placer, ¿eh? ¿Hasta escopeta tienes, y cabezas de ciervos y de
jabalíes? Bien. Bien. Y todo ello adquirido con el dinero del pobre Anderson,
¿eh?
Lentamente
desenfundó un cuchillo. Un cuchillo de hoja ancha. Peter sintió que se
desvanecía en las negruras de la muerte, y echándose a los pies de Anderson, le
dijo:
—Te daré toda mi
fortuna. Te daré un cheque, Anderson. La mitad de este campo. La mitad de mis
ovejas. Aquí las tierras se están valorizando día a día, Anderson. Podemos
trabajar juntos. Te haré abrir una cuenta corriente en el banco de Bariloche,
Anderson.
La mirada del
gigante pesaba como una losa sobre el cazador de marfil.
—Tengo quince mil
pesos en el banco, Anderson. Te daré la mitad. Seremos socios.
Anderson pareció
pensarlo y enfundó el cuchillo. Peter, amarillo como un cuerno de marfil, se
enderezó, lentamente sobre el suelo. Gruesas gotas de sudor rodaban hasta sus
cejas. Anderson, sin perderle de vista, dijo:
—Fírmame un
cheque por diez mil pesos… No: por catorce mil pesos . . .
—Anderson,
escucha. Conténtate con diez mil. Quédate aquí. Trabajemos juntos a medias. Las
tierras se valorizan cada día más. Te juro que se valorizan.
Anderson, en
silencio, tomó una silla y se sentó junto a la mesa. Peter, frente a él,
comenzó a charlar. Y habló, convulsivamente hasta entrada la noche. Andresillo,
de brazos cruzados sobre la mesa, dormía profundamente, mientras el gigante de
gruesas cejas, arrimado a la mesa, con los brazos cruzados, escuchaba
impasible.
Cerca del
amanecer, Peter despertó bruscamente, cosa desacostumbrada en él. Puso la mano
debajo de la almohada. Allí estaba su revólver. ¿De modo que en cuanto saliera
el sol, Anderson se marcharía con el cheque de doce mil pesos en su bolsillo y
él tendría que empezar de nuevo? Si su hijo no estuviera en la casa, no
vacilaría en asesinar a Anderson. Se estremeció. Anderson acababa de carraspear
en el otro cuarto. Evidentemente, estaba despierto. Peter, tratando de impedir
que crujiera su cama, retiró el revólver de debajo de la almohada, y pensó:
“Si entra a este
cuarto, lo tumbo de un tiro.”
Peter apretó el
cabo del revólver bajo las sábanas:
“Si se dejara
convencer y se quedara aquí podría envenenarlo.” Súbitamente Peter se
estremeció. Anderson desde el otro cuarto, le hablaba:
—Estás despierto,
Peter, ¿eh? Y pensando de qué modo matarme, ¿eh?
Un desaliento
infinito entró en la conciencia del cazador de marfil. ¿Qué hacer? ¿Negar?
¿Fingirse dormido?…
Anderson
insistió:
—¿Te haces el
dormido, eh, Peter? ¿Tienes miedo?…
Peter contestó
débilmente:
—Estoy enfermo,
Anderson. Estoy enfermo de verdad crujió la cama—. No te levantes, Anderson. No
te levantes que tengo el revólver en la mano. Estoy enfermo.
Anderson, en la
obscuridad de su cuarto, apretó los dientes. Aquél era el momento y no otro.
Elástico como un gato, el gigante se desprendió de la cama. En una mano
sostenía una almohada y en la otra el cuchillo ancho. Peter oyó el crujido del
lecho; quiso hablar, pero una arcada tremenda le impidió pronunciar una sola
palabra y recibió en el rostro el golpe de la almohada, y quedó tendido sobre
su cama bajo el peso del gigante que le hurgaba en el vientre con la hoja del
cuchillo. Dos veces aproximó la hoja del cuchillo a su piel y le tocó y no le
hirió.
Peter quería
gritar, pero la almohada le asfixiaba, y de pronto, en las tremenas tinieblas,
comprendió que el gigante había cambiado de opinión. El filo del ancho cuchillo
se apoyó en su garganta. Y ahora un gran dolor lo sumergía en la breve
desesperación de la que no se vuelve.
Terminado que
hubo, Anderson volvió a su cuarto, encendió la lámpara y comenzó a vestirse.
Cobraría el cheque y se marcharía nuevamente al Congo. Estaba satisfecho,
porque además de cumplir con su deseo no había dejado en la indigencia al niño
de Peter. Sentado ahora en la misma habitación donde estaba el muerto,
prendiéndose los cordones de los zapatos, se decía que Andresillo quedaría a
cubierto. ¿Y si él lo reclamara a la justicia desde el Africa? ¡Imposible! El
niño le reconocería siempre como el hombre que estuvo con su padre la noche que
él lo asesinó. Lástima, en cierto modo, porque el tal Andresillo parecia una
criatura despabilada.
Precisamente allí
en lo alto de la escalera, sin que Anderson pudiera verlo, estaba Andresillo.
El niño, gravemente, miró el charco de sangre que había en la cabecera del
lecho de su padre, y luego observó al asesino prendiéndose lentamente los
cordones de los zapatos. Andresillo inspeccionó nuevamente con la mirada el
cuadro y comenzó a bajar lentamente la escalera. La criatura, descalza, se
deslizaba como un gato. A un costado de la cama del muerto, colgado del muro,
había un mazo. Andresillo, siempre cauteloso, reteniendo la respiración, obedeciendo
a la fuerza extraña que le impedía llorar, recogió el mazo, se arrimó al
asesino, que le daba las espaldas, levantó el mazo, y con toda la fuerza que
cabía en sus bracitos, lo descargó sobre la nuca del cazador de marfil. El
asesino se desplomó, herido de muerte, como un toro al que derriba el matarife.
Y sólo entonces estalló el llanto del niño, asustado en el silencio opaco de la
noche…
CUENTOS SIN FIN
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