*EL CABALLO Y EL HOMBRE*-Antonio
Ferres
El caballo herido y jadeante había
llegado buscando un espacio verde imposible.
El hombre oyó los pasos y vio la
silueta borrosa del caballo.
Le dio más pena aún saber que era un
caballo enemigo. Parecía que el caballo herido y jadeante había llegado
buscando un espacio verde imposible.
Hacía días que arrojara las armas,
dejándolas caer una a una por el suelo. No sabía a qué sitio dirigirse en aquel
cruce de calzadas medio cubiertas por la arena, en un territorio desierto y sin
árboles. Le dolía la pierna izquierda, hinchada, con coágulos negros de sangre.
Y le latían las sienes. Quizás, lejos, donde temblaba estremecido el aire,
estuvieran las inmensas llanuras verdes por las que vagaban las almas nobles de
los hombres.
Se sentía perdido. Pensó en el
caballo, que resoplaba un tres el sol estaba tan alto esa tarde, que no fuera a
oscurecer nunca en la vida. Oyó los resoplidos del caballo, y vio que se
acostaba junto a una pequeña roca blanca que emergía de la arena. El animal
sabría, aunque fuese entre sueños, si empezaban cerca los extensos prados. O a
lo mejor serían pueblos verdaderos llenos de mujeres, de niños y ganados.
Recordaba los enormes poblados con las mujeres saltando las hogueras, los
tapiales frescos con las fuentes, y el portal de la casa de su madre en la
última ciudad en la que él había sido niño.
Tenía tanto calor y sentía tanta
fatiga, que anduvo a gatas, hasta meter la cabeza debajo del cuerpo grande del
caballo. Estaba allí, pegado al sudor frío, escuchando los latidos del corazón
del animal. Podía ser que el caballo sintiera la gloria de las tierras verdes y
de los arroyos rumorosos, sin arneses, ni dueño. Pero para el hombre eran
campos que daban miedo, porque no surgían como los oasis y las llanuras de la
Tierra, donde había pueblos y torres. El hombre cerraba los ojos en la frescura
del sudor del caballo, y temía ver las sombras de los muertos. Si aguardaba un
poco, desfilaban por dentro de sus ojos rostros de hombres y mujeres
desconocidos.
Como había en las ciudades. Caras de
gente viva que pasaba de largo en una existencia casi interminable.
Así quería esperar, mientras
resollara el caballo. Sólo sentía cierta dificultad en el pecho, un pequeño
ahogo. Rozaba con la yema de los dedos el cuerpo del animal. Sabía que el latido
del corazón del caballo era como el latir de todo lo que existía, del entero
Mundo. Así pasó un largo tiempo. Y seguramente también el animal sentía su mano
suave, y la unánime vida. Ambos en aquella tregua. Los ojos cerrados en la
penumbra, mientras el hombre seguía viendo pasar las caras. A veces, caras de
niños que huían hasta deshacerse en otros rostros. Y de nuevo la calma, el
frescor de la marcha de gente como él, seres humanos que seguramente iban
buscando otros territorios con bosques y con ríos, o con ansiosos mares.
Tenía que hacer larga aquella espera
junto al cuerpo del caballo, en el hueco en sombra del desierto. Luego, vendría
una oscuridad brillante, un estallido de lumbre y deseo. El caballo y el hombre
en el espacio infinito donde estuvieron siempre.
CATRES Y PARAISOS
rolandomoro 23/12/2019
Publicado en Todotango.com
La Mesa del Café
No hay comentarios:
Publicar un comentario