Un homenaje, en vida, a mi madre Amelia Requena, que a su vez homenajeó una casa muy amada por toda la familia.
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HISTORIA DE UNA CASA SIN ALMA
Amelia Requena
A vos te digo, casa.
Sos vieja, fea, desteñida, desvencijada, descascarada, triste,
solitaria, despreciada, olvidada. Tu color es rosado, ocre, gris. Todo
mezclado. Tu zaguán y tus ventanas, piden pintura a gritos. Pero ¿tendrás ganas
de que te remocen? ¿o sólo querés descansar y nada más? Como descansan los que
compartieron con vos sus vidas. Si serás deslucida y fea, que te elegían a vos,
para hacer, en tu vereda, el asado con el que los vecinos despedían el año.
Porque las otras casas son más lindas, o más nuevas, o más cuidadas o más
habitadas o más alegres. O todo eso junto. Y vos, no sos nada. Sólo un
esqueleto de ladrillos, tal vez, lleno de fantasmas. ¿Te acordás de todos los
que te habitaron?
Yo te cuento: fueron muchos. Todos de la misma familia. La de mi madre.
Naciste porque mi abuelo te hizo construir. Nunca supe cuándo. Porque
siempre estuviste ahí. Y has sido silenciosa, calma, sin música, sin risas, sin
conversaciones en voz alta. Porque todos eran así: silenciosos, de poco hablar,
de caminar sin hacer ruido. Hablaban poco, leían mucho casi nunca reían. No supiste
de fiestas. Sí de enfermedades. Y de muertes. Fueron muchas. Porque vos, casa,
eras el lugar obligado para recalar desde el campo. Ahí iban a dar todos. Todos
tenían una habitación, una cama. Y gente para cuidarlos. Y muchos murieron,
dentro tuyo. De viejos. O enfermos. Mis abuelos, mi madre, mis tíos. Vos ,
muda, presenciaste todo. Yo no moriré, tal vez, dentro de tus paredes. Pero,
siento que estoy ahí. Junto a los que se fueron.
Mis recuerdos me llevan a la infancia. A veces, soy una niña. Escondida
en un altillo, leyendo novelas a la hora de la siesta. Unida a su abuelo por
lazos de admiración y amor. Desde siempre. Un abuelo sabio, severo, parco. Más
tarde, adolescente, corriendo a contarle cosas del colegio. Y siendo felices.
Después, novia. en tu zaguán. Soñando. ¿Te acordás de mí, vestida de blanco? Un
día lluvioso de septiembre, pasé por tu zaguán. Y salí para siempre. Más tarde,
madre. Y te llevé a mis hijos. en el medio, la muerte de mi abuelo. Un vacío
terrible. Un sacudón. Vos lo sabés, no hace falta que te cuente.
Y después, la vida, que sigue…
Y mis hijos. Disfrutando de vos, casa deslucida. Para ellos, no lo eras.
Gozaban en tus patios enormes, amplios. Con mosaicos brillantes. Y ladrillos
rojos. Y jardines con canteros. Y flores sencillas, simples. Y el gallinero. Y
los árboles frutales. Y la hiedra. Y la pared alta. Y era Guille, mi hijo, con
su bicicleta. Andando a lo loco por tus corredores. Y la Ñata, abrazada a la
columna, por temor a una caída. Y eran las risas confundidas del chico y de la
tía vieja. Y eran los veranos. Y eran mis tres hijos, felices, en el agua. Un
patio se había convertido en pileta. ¿Yo te dije que nunca tuviste gritos ni
risas? Pues, me equivoqué. Sí, los tuviste. En esa época. Por poco tiempo.
Porque cuando los chicos crecieron no hubo más risas. Ni gritos. Ni chicos. Ni
nada. Te quedaste sola, con tus viejos tristes, mudos, silenciosos.
Y después, ni eso. Y te quedaste más sola. No sé si estarás triste. Tal
vez no te des cuenta. Quizás te acompañen los fantasmas. Y de pronto, sientas
olor a comidas ricas. Y a pastel de carne. Y a pasteles de dulce. Y pienses que
es Ñata que anda por la cocina. Y te haga compañía. O tal vez, oigas escobas
que barren tus patios y tu vereda. Y sepas que es China. Y oigas el zaguán y la
puerta cerrarse y los pasos de Chano que llega del campo. Y Mito que sale apasear, a sentarse en la plaza, con otros viejos. Solitarios como él. Y tal
vez, oigas los pasos de mi madre. Y los míos. Y los de mis chicos. Que ya no
son chicos. Son padres y madres. Y yo soy abuela. Y entonces, ya no te
sientas tan sola. Ni triste, ni abandonada. Ni vieja. Ni fea. Ni desvencijada.
Ni solitaria. Ni despreciada. Ni ocre. Ni gris. Ni desteñida. Tal vez, vuelvas
a sentirte feliz, acompañada, alegre, luminosa, florida, ventilada, contenta,
linda, útil, importante. ¡Qué vas a ser una casa sin alma!
Tenés un pedacito del alma de cada
uno de los que vivieron con vos. Y yo, que te puse candados y cadenas, y te
cerré no sé hasta cuándo, me quedo con las lágrimas. Esas que vos no podés
llorar. Y yo, que te dejé sola, me quedo con la angustia y la congoja. No
quiero que llores. No quiero que sufras. Perdoname. Tuve que cerrar tus puertas
y tus ventanas. No sé hasta cuándo. ¿Vos, una casa sin alma?
¡Qué disparate!
Hasta que vuelva a transitar tus
patios y dormitorios. Hasta que pueda volver a tocar tus ladrillos, te dejo mi
afecto. Y mis recuerdos. Y mis emociones. Y mis afectos, mis recuerdos, mis
emociones, serán recogidos, por mí. Algún día. En tus umbrales. Y entonces,
sabré que me has perdonado. Y serás, de nuevo, mi amiga. Y veré tu alma:
¡grande como una casa!
AMELIA REQUENA
6-9-91, Mar del Plata
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ANTEOJOS NEGROS
Amelia Requena
Editorial Hylas - Buenos Aires 2007