SILVIA TOCCO
que fue invitada especial
del Encuentro de Poesía de Las Pretextas
en el mes de abril 2017.
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No tengo ritos a la hora de escribir.
Algo que sucede por azar, algo impensado me acerca al papel más a mano para
escribir un primer verso o, las más de las veces, apenas un balbuceo. Luego,
eso que aún no tiene forma llega al espacio de la escritura en la computadora.
Y allí puede quedar un tiempo hasta que la extrañeza de volver a leerlo, me
entusiasma a seguir.
Otras veces, mientras camino, digo
para adentro versos. Me pregunto, me respondo, cuento sílabas, me enojo por
alguna desarmonía y cuando parece que pudiera haberse hallado algo, lo repito
hasta el cansancio, como las rimas de la infancia, para no olvidar.
Un tiempo en el que escribo, sin
proponérmelo, es en la duermevela, casi siempre al amanecer. Ese tiempo de
tránsito, que nos hizo conocer María Zambrano. El reino de la aurora, antes de
toda existencia.
Puede ocurrir que me hubiera acostado
con alguna idea dando vueltas y de pronto aparecen palabras que intento retener
en la memoria. Me convenzo que las recordaré en cuanto ponga los pies fuera de
la cama.
Pero, ya despierta, sé que las perdí
para siempre. El consuelo es que fue la conciencia quien nos las puso a salvo y
que entonces en algún lugar, todavía inalcanzable, estarán esperándome, otra
vez.
Los poemas no salen de corrido. Sólo
algunos fueron escritos casi bajo un estado de exorcismo, como si hubiesen
estado ahí desde siempre.
Los otros, la mayoría, resultan,
cuando resultan, de un trabajo de galeote. Rema que rema, contracorriente, mar
adentro, a oscuras.
Cuando escribo me rodeo de libros de
poetas, los entrañables y los de algún poeta descubierto hace poco.
Me rodeo de esas voces que me protegen
de la realidad. Pero que también acompañan, quiero decir que no me dejan sola.
Vallejo, Pessoa, la Ajmátova, Ungaretti, mujeres poetas de mundos distintos y
por eso, bellos y valiosos, como algunas poetas de África, de China, de Irán,
tan lejanas, tan cercanas.
Desde que empecé a escribir en
computadora, no he podido prescindir de ella.
Creo que tiene que ver con la
posibilidad de construir y modificar el espacio de la escritura.
Cuando llega
el momento de la corrección, disfruto de borrar todo un verso o una palabra o
tan sólo una coma y ver cómo, al instante, se libera un lugar, se crea un vacío
que la estructura del poema pide.
El oficio como psicoanalista de niños
con problemas emocionales me reveló la relación entre el juego y la poesía.
Hace unos años solía emprender
desafíos con pacientes que tenían serias dificultades para hablar y jugar. Les
pedía que me contaran un cuento y yo, como una escriba en la antigüedad, dejaba
escritas sus frases entrecortadas pero también sus silencios en una hoja a la
que seguía otra y luego otra, hasta que el cuento llegaba a su fin.
La voz de ese niño, casi inaudible,
como en lucha contra un gigante, ganaba su lugar en el papel y la letra iba
dejando huellas. Un nombre, una ausencia o una historia que, por ser demasiado
verdad, no puede decirse con la voz.
Las huellas del origen de la escritura
porque cuentan que los chinos atribuyeron su invención a un alto funcionario
que vio las huellas de un pájaro impresas en la orilla de un río.
¿Qué es respirar? , le preguntaron a
un niño asmático en el hospital.
Atrapar el viento, contestó.
Otro, a quien nadie entendía, me pidió
que escribiera:
Hoy es un día de lluvia. Está fresco.
Ahora va a venir el sol.
Es de noche. Y hace la luna.
Hacer la luna.
La resonancia poética de esta frase me
trae la voz de Freud en "El poeta y los sueños diurnos":
"¿No habremos de buscar ya en el
niño las primeras huellas de la actividad poética?
(...) todo niño que juega se conduce
como un poeta, creándose un mundo propio, o, más exactamente, situando las
cosas de su mundo en un orden nuevo, grato para él."
No muy lejos de Viena, en el Castillo
del Duino, Rilke nombraba a la niñez de un modo parecido bajo la forma de su
Cuarta Elegía:
"Ciertamente, crecíamos, y nos
urgía a veces
ser pronto mayores, en parte por
ellos,
que no tenían más que el ser mayores.
(...) en nuestro andar solos,
nos complacíamos con lo duradero y
estábamos allí
en el intervalo entre el mundo y el
juguete,
en un lugar fundado
desde el origen para un puro
acontecer."
Más allá de las composiciones
escolares o de los torpes escritos de la adolescencia, guardados celosamente en
el fondo de un cajón, por pudor de ser encontrados, la primera vez que escribí
fue después de la muerte de un amigo. El vacío que dejó esa pérdida apresuró
uno de mis primeros poemas. Era un poema largo en su versión primitiva. Luego,
como el escultor que quita lo que sobra de la piedra hasta encontrar la forma
que ella misma guardaba, le fui sacando palabras hasta dejar unos pocos versos.
¿Dónde vivir,
amigos ?
en el humo
en la copa vacía
en cada ardiente amanecer.
Vivir en el fondo de su voz.
Quien escribe, prevé su ausencia.
Escribe la muerte y, al mismo tiempo, la demora. Se comporta como una Sherezade
que en cada historia que cuenta al sultán que había decretado su muerte, enlaza
una historia y otra y así quedan escritas para siempre las mil y una noches,
las mil y una lunas.
Mayra, otra de las niñas con las que
trabajé en el taller, me dictaba: "nadie no quiere yo tampoco quiero
morir.... porque es feo morirse. Si te vas al cielo, si te come el león, vos
vas a llorar porque no te vas a poder curar, porque Diosito no tiene remedios y
me vas a extrañar y después, ¿con quién yo voy a leer el cuento?"
Mis pacientes insistían en que dejara
escrito lo que ellos contaban. ¿Estás escribiendo, Silvia?
Ahora podría responderles: sí, estoy
escribiendo. Como puedo. Con tiempo, sin tiempo, en silencio o en medio del
barullo de los compromisos cotidianos, en mi cabeza o en la computadora,
despierta o dormida.
Sintiendo que cuando se escribe, se
hace la luna. Se escribe la luna propia. La de cada uno. Distinta pero cercana
a la luna de los otros.
Y que cuando escribimos la luna,
volvemos a inventarla.
SILVIA TOCCO.
2 de septiembre del 2007
blog de Selva Dipasquale
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