Humaredas
“Dios no juega a los dados” (Albert Einstein)
Un probable destino es tan irracional como el
supuesto azar. Entonces la pretendida existencia de uno no debería negar la
presencia del otro. De hecho, si el tiempo fluye desde algún pasado hacia el
hipotético presente y desde ese presente al incierto futuro, nada parecería
indicar que desde ese futuro se haya tejido un plan inmutable hasta llegar a
él. Pero, ¿si incluso pudiéramos saber con certeza cómo van a caer los dados?
¿Cuál sería la diferencia? Azar y destino parecerían ser dos vías paralelas y
alternativas que echan a suerte nuestras vidas.
Siempre descreí de las casualidades, por lo
tanto debe haber sido una serie de prodigiosas causalidades las que me
depositaron en el cuarto de aquel hostel sobre Atlantic Avenue, en esa parte de
Brooklyn conocida como Bed-Stuy (Bedford-Stuyvesant); un juego de palabras y
pronunciaciones que se podría traducir como “permanecer en cama”.
Hacía el año 1936 el metro neoyorquino
construyó la extensión de la línea de la calle Fulton: la línea A. Conectaba,
atravesando desde el norte de Manhattan hasta el oriente de Brooklyn, el Harlem
con Bedford, por ese motivo muchos afroamericanos decidieron mudarse a
Bed-Stuy, que estaba menos superpoblado. Un acontecimiento cultural que
quedaría perpetuado años más tarde en un jazz estándar de Billy Strayhorn
llamado “Take the A train” (“Toma el tren A”), que a la postre resultó ser un
clásico de apertura a los shows de Duke Ellington y Ella Fitzgerald.
Por lo tanto Bed-Stuy tenía, para mi gusto, un
agregado socioantropológico cultural más interesante que el componente
meramente turístico. Nunca me atrajo demasiado buscar la estatua de “Alicia en
el País de las Maravillas” en el Central Park, ni allegarme hasta la entrada
del Dakota Building o, por caso, conocer el Frank Sinatra Park en Oboken.
Mis mañanas comenzaban bien entradas las 10
am, por lo tanto otra de mis misteriosas causalidades había logrado que
estuviera antes de las 7 am en la esquina de Atlantic Av. con Clinton Street
para ser testigo de una de esas escenas donde la realidad transcribe a la
ficción. Un hombre de mediana estatura, algo enjuto, calzado con zapatillas de
tenis, ataviado con jeans, una sudadera azul con capucha y una gorra de los
Mets, estaba acomodando en un trípode una cámara fotográfica, que a la
distancia me pareció una vieja Leica de 35 milímetros, apuntando a la ochava
este del cruce de la avenida con la calle Clinton. Por instinto miré mi reloj
de pulsera, faltaba poco más de cinco minutos para las siete de la mañana en
punto. Contuve la respiración y quedé expectante como un cazador que acecha a
través de tupidos centenos. Paradójicamente, mi supuesta presa también adoptó la
pose típica del predador. La tensión que se reflejaba en los músculos del
cuello, la intensa pasividad corporal y la mirada concentrada en su objetivo. A
las siete antes de meridiano exactas escuché el inconfundible sonido metálico
del disparador de la cámara. El tipo sonrió satisfecho, guardó la cámara en un
estuche de cuero, cargó el trípode al hombro y marchó rumbo a Court Street.
—¿Será él?
Decidí que no tenía nada más interesante que
hacer aquel día y lo seguí.
El sujeto dobló por la calle Court hacía la
derecha, como si fuera al complejo del metro Court-Borough Hall, pero a unas
pocas cuadras se detuvo frente a un negocio cerrado. Era un drugstore
especializado en tabacos. Con parsimonia abrió los cerrojos y entró cargando
sus aparatos. Al rato acomodó en la vereda una máquina expendedora de
golosinas, de esas que traen premios, y con una larga vara bajó el toldo de la
entrada.
Sin pensarlo demasiado me dirigí a paso vivo
hacía aquel negocio. Al entrar sonó la típica campanita colgada sobre el dintel.
El hombre estaba detrás del mostrador acomodando algunas mercaderías.
—Good morning —saludó.
—Good day —respondí.
Me miró algo extrañado, para luego seguir con
sus tareas.
El almacén, aunque incomparable, era tal y
como lo había imaginado. Estaba abarrotado hasta el techo de todo tipo de
menudencias, licores, bocadillos, refrescos y cigarros. Además disponía de
algunas mesas para tomar un desayuno, una comida ligera o un trago. Las neveras
atiborradas de latas de cerveza, sándwiches envasados al vacío, legumbres
congeladas y sorbetes. En el extremo del mostrador había un exhibidor de puros,
pipas y tabaco para las mismas. En el centro del escaparate estaba el tesoro
que yo intuía que no debía faltar: unos delicados puritos holandeses.
—Can I help you?
En mi inglés, poco menos que decente, le dije
que sí; que deseaba un emparedado de jamón y queso, un café negro sin azúcar y
una dona glaseada.
Poco a poco iban llegando los primeros
clientes de la mañana. Algún viejo, en apariencia jubilado; con su pijama, las
pantuflas y el periódico abajo del brazo. Un par de taxistas bulliciosos que,
luego de trabajar toda la noche, iban a desayunar antes de acostarse. Una mujer
luchando con su bolso, el atado de cigarrillos y un niño que había decidido
tomar por asalto el exhibidor de golosinas. Tuve la inefable sensación de que
en cualquier momento entraría un tipo alto, de ojos saltones y aspecto de
intelectual para reclamar por sus cigarritos holandeses.
El hombre se acercó con mi pedido. Acomodó con
prolijidad la taza con café, el sándwich y la dona. Luego me ofreció un
periódico y si deseaba algo más. A decir verdad, sí lo deseaba:
—Disculpe, ¿usted es Auggie?
Me dedicó una mirada intensa mientras sopesaba
la respuesta.
—No, yo no me llamo Auggie.
Pasó un trapo sobre la mesa y se retiró para
atender a otros clientes.
Estuve escudriñando el periódico tratando de
desentrañar las informaciones que, debido al rudimentario uso del idioma, me
llegaban fragmentadas. No dejaba de ser un ejercicio interesante.
Cuando consideré que ya me había aburrido lo
suficiente le solicité la cuenta, la cual trajo presuroso.
—¿De dónde es usted? —interrogó secamente.
—De Argentina —respondí con su misma sequedad.
—¿Qué hace tan lejos del hogar?
—Verá, soy escritor —dije forzando mi
capacidad lingüística al límite—. Me gusta viajar, conocer otras culturas,
encontrar nuevos ambientes y escuchar historias.
El hombre se sentó a mi mesa pues el almacén
estaba en un momento de relativa calma.
—¿Le gusta escuchar historias? —dijo con un
brillo pícaro en la mirada—. Aquí lo que sobra son historias.
—¿Por ejemplo? —respondí con aire
conspirativo.
—¿Por ejemplo? —quedó pensativo—. Historias de
rateros huidizos, de carteras perdidas, ancianas ciegas o de cenas navideñas
entre solitarios. Usted elige.
En principio pensé que se estaba burlando, que
era algún tipo de espíritu bromista.
—Aunque usted no lo crea, en esta misma mesa,
lo ayudé a un famoso escritor que sufría un bloqueo a concluir una historia que
no deseaba escribir. ¿Le interesa?
Pese al brillo malévolo de sus ojos, yo sabía
que aquel tipo no se burlaba ni estaba fantaseando.
—¿O prefiere ver mis álbumes de fotos?
Decidí aceptar el convite.
Volví a la hora del cierre. Mi anfitrión me
esperaba con los álbumes prolijamente apilados sobre una mesa y un par de
Budweiser heladas al lado.
Las fotos eran tal como las había imaginado.
Retazos de vida aprisionados en blanco y negro. Los rostros, con diferentes
expresiones y estados de ánimo, repitiéndose a la misma hora durante meses y
años. Un meticuloso estudio antropológico de la rutina abrumadora de la gran
ciudad.
Estaba analizando los retratos del tercer
álbum cuando reparé en una fotografía que era a color, algo desvaída y ajada y
que no guardaba relación con el resto de la obra. Estaba pegada al final de la
carpeta.
—¿Y esta? —pregunté.
—Bueno, los vecinos saben que soy fotógrafo
aficionado —susurró con tono cansado—. Además tengo un pequeño laboratorio de
revelado. Son pocas las personas que siguen usando el método artesanal de
revelado, ahora todo es digital. Entonces suelen traer viejos negativos para
restaurar...
La fotografía en cuestión era un cuadro
familiar de extraña composición en un jardín pletórico. Parecía un matrimonio
con sus dos hijas. Las niñas miraban a cámara sonrientes. Daba la sensación de
que estuvieran por hacer alguna payasada que la toma dejó trunca. La madre, por
el contrario, parecía mirar a sus hijas. Pero no se veía felicidad en su
rostro, sólo una mirada ausente y pensativa. Pero la pose más rara era la del
padre. No miraba ni a las hijas ni a la esposa. Tampoco sonreía. Su mirada
angustiada se perdía hacía un costado, como si viera alguna cosa amenazante por
detrás de la cámara fotográfica. Su pose daba la sensación de tender a la
invisibilidad, casi como si fuera un fantasma.
—Me la trajo una vecina que vivía cerca de
aquí —agregó sin que yo hiciera más preguntas—. Esa foto tiene una historia que
comienza en su país.
—¿En Argentina? ¿Cómo? —pregunté incrédulo.
Parece que había estado esperando aquel
momento. Dio un largo sorbo al porrón y comenzó la historia.
—La familia de la foto vivía en Argentina.
Ella, Rebecca, era arquitecta y él, David, ingeniero. Tenían un estudio
compartido y abundante trabajo. Pero a finales de los setenta y comienzos de
los ochenta en su país la situación social y política era insostenible.
—La guerra sucia, el terrorismo de Estado
—balbuceé.
—Exacto —asintió con la cabeza—, ellos eran
judíos y un probable blanco de los paramilitares de derecha. Decidieron emigrar
a Israel ayudados por algunos familiares. Comenzaron una nueva vida y no les
iba nada mal. Las niñas se adaptaron a las nuevas amistades. Tampoco sufrieron
con el cambio de los planes de estudio, ya que hablaban inglés y hebreo con
fluidez. Ellos consiguieron trabajo en una constructora internacional que
desarrollaba nuevos barrios en Palestina. Todo parecía bajo control.
—¿Parecía?
—Una noche una pareja de amigos los invitó a
cenar a un restaurante árabe en Tel Aviv —prosiguió como si no me hubiera
escuchado—. En un momento de la velada Rebecca debe acudir a los sanitarios.
Cuando está regresando escucha un griterío y una voz que se alza sobre las
demás: “Alá es grande”. Su último recuerdo es una terrible explosión, pedazos
de mampostería que caen sobre ella y una ola de calor que la abrasa. Despertó
algunos días más tarde en una sala del Assuta Hospital de Tel Aviv. David no
pudo sobrevivir al ataque terrorista.
—¿Qué pasó con Rebecca?
—Ahora vive en París —entornó los ojos antes
de agregar—, se volvió a casar con un concertista francés. La vida resiste, aun
con la cercanía de la muerte.
—¿Y las hijas? —pregunté.
—Hanna vive en un kibbutz cerca de Haifa, está
casada y tiene dos niñas —hizo una breve pausa—. Sara era mi vecina. La que me
trajo la foto para restaurar.
—Era su vecina —dije pensativo—, ¿se mudó?
—No —su mirada pícara se apagó antes de
agregar—, trabajaba en la Torre Dos del World Trade Center.
RICARDO JUAN BENITEZ.
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