miércoles, 25 de septiembre de 2013

EL SENTIR DE AME, EL REBENCAZO

EL REBENCAZO
Amelia Requena.

Como en todos los pueblos de campo, los domingos el boliche ardía. ahí se daban cita con sus pilchas domingueras: bombachas batarazas, alpargatas negras, algunos más poderosos con botas, rastras con monedas o una simple faja y boina negra.

Jacinto no faltaba nunca. Había dejado su caballo, atado en el palenque frente al almacén de ramos generales, que los surtía de todo: desde la galleta, el vino, los fideos hasta las rejas del arado y el querosén.

Pero, que era al mismo tiempo, el sitio de esparcimiento de los lugareños, donde jugaban a las bochas, a la taba y al truco con porotos.

Se conocían de toda la vida. Y tenían sus apodos: el Negro, 

el Gallego, el Vasco, el Chacho, el Chano y el Mito. 
Al Jacinto, como se las daba de guapo y de macho invencible le decían “Come-gente”. Nunca se supo si era realmente así, más bien creían que era medio macaneador.

Y así, entre risas y ginebras, aceptó el desafío. Debía ir hasta la tumba del tal Almirón, quien no se sabe si por flojo o por valiente, se había ahorcado en un árbol en la parte de atrás de su rancho. Como no era cosa de achicarse, el Jacinto debió decir que sí, que él iba a ir, tal como se lo habían pedido, traería tierra de esa tumba y unas violetitas que crecían por ahí.

Entre risas y chicaneos el hombre se fue. Quedó en volver enseguida, apenas cumpliera con lo pedido. 


Pasaron las horas. El boliche cerró. Los parroquianos, cansados de esperar que regresara, se fueron también.

Al día siguiente, lo encontraron frente a la tumba del tal Almirón, con el brazo incrustado en la cruz de hierro labrado. Pero muerto. Duro. Irremediablemente muerto, con los ojos abiertos, desorbitados, con una mueca de espanto.
 

Corrieron por el lugar tantos cuentos como personas, quienes daban al suceso la interpretación que querían.

Yo no tengo por qué dudar de ninguna, pero me quedo con la que daba el Chano quien aseguraba que el Jacinto había seducido a la mujer de Almirón, a tal punto, que según decían, uno de sus hijos, el Rubio, era suyo.

Y cuentan que, cuando el Come-gente se acercó a la cruz, cuchillo en mano, se le apareció la imagen de la Casilda con su hijo en brazos, y fue tan fuerte su impresión, o su miedo, o su cobardía, que ahí nomás se quedó seco. Seco para siempre. Decían en el pueblo, que Almirón desde la tumba le dio un rebencazo.

No iba a jorobar más mujeres. No iba a tener más hijos desparramados por ahí. Y sobre todo, no iba a seguir macaneando con sus amigos dándoselas de guapo.

Seguro que habría en el pueblo unos cuantos que se sentirían vengados por el ahorcado Almirón.

Pero igual cuando volvían a encontrarse en el boliche, entre vasos de vidrio grueso llenos de ginebra, el humo de los cigarros y los porotos del truco, alguien con risas o con cierta nostalgia, recordaba las andanzas del Jacinto, el “Come-gente”, famoso por los pagos de Gobernador Ugarte.

Pero lo mismo podía haber sido en cualquier pueblo perdido. 

Cualquier boliche de campo. 
En todos hay paisanos macaneadores. 
En todos hay historias que se repiten de boca en boca. 
Y que uno puede creer...
o no. 


AMELIA REQUENA
Anteojos Negros.
2007 publicado.

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