1725
Todo ha terminado ya. Benjamín se arrebuja en su capa y
cruza el primer patio sin ver los jazmines en flor que desbordan de los
tinajones, sin escuchar a los pájaros que desde sus jaulas despiden a la tarde.
Apenas tendrá tiempo de asegurar las alforjas sobre el caballo y desaparecer
por la salida del huerto, rumbo a Córdoba o a Santa Fé. Antes de la noche
surgirá por allí algún regidor o quizás uno de los alcaldes, con soldados del
Fuerte, para prender al contrabandista. Detrás del negro fiel que llegó de
Mendoza, tartamudeando las malas nuevas, habrán llegado a la ciudad sus
acusadores. La fortuna tan velozmente amasada se le escapará entre los dedos.
Abre las manos, como si sintiera fluir la plata que no le pertenece. Pálido de
miedo y de cólera, tortura su imaginación en pos de quién le habrá delatado.
Pero eso no importa. Lo que importa es salvarse, poner leguas entre él y sus
enemigos.
En el segundo patio se detiene. La inesperada claridad le
deslumbra. Nunca lo ha visto así. Parece un altar mayor en misa de Gloria. No
ha quedado rincón sin iluminar. Faroles con velas de sebo o velones de grasa de
potro chisporrotean bajo la higuera tenebrosa. Entre ellos se mueve doña
Concepción, menudita, esmirriada. Corre con agilidad ratonil, llevando y
trayendo macetas de geranios, avivando aquí un pabilo, enderezando allá un
taburete. Los muebles del estrado han sido trasladados al corredor de alero,
por la mulata que la sigue como una sombra bailarina. A la luz de tanta llama
trémula, se multiplican los desgarrones de damasco y el punteado de las
polillas sobre las maderas del Paraguay.
Benjamín se pasa la mano por la frente. Había olvidado la
fiesta de su madre. Durante diez días, la loca no paró con las invitaciones.
Del brigadier don Bruno Mauricio de Zavala abajo, no había que olvidar a nadie.
Para algo se guarda en los cofres de la casa tanto dinero. El obispo fray Pedro
de Fajardo, los señores del Cabildo, los vecinos de fuste... Colmó papeles y
papeles como si en verdad supiera escribir, como si en verdad fuera a
realizarse el sarao. Benjamín encerró los garabatos y los borrones en el mismo
bargueño donde están sus cuentas secretas de los negros, los cueros y frutos
que subrepticiamente ha enviado a Mendoza y por culpa de los cuales vendrán a
arrestarle.
Doña Concepción se le acerca, radiante, brillándole los ojos
extraviados:
-Vete a vestir -le dice-; ponte la chupa morada. Pronto
estará aquí el gobernador.
Y sin detenerse regresa a su tarea. Benjamín advierte que se
ha colocado unas plumas rojas, desflecadas, en los cabellos. Ya no parece un
ratón, sino un ave extraña que camina entre las velas a saltitos, aleteando,
picoteado. Detrás va la esclava, mostrando los dientes.
-Aquí -ordena la señora-, la silla para don Bruno.
La mulata carga con el sillón de Arequipa. Cuando lo alza
fulgen los clavos en el respaldo de vaqueta.
El contrabandista no sabe cómo proceder para quebrar la
ilusión de la demente. Por fin se decide:
-Madre, no podré estar en la fiesta. Tengo que partir en
seguida para el norte.
¿El norte? ¿Partir para el norte el día mismo en que habrá
que agasajar a la flor de Buenos Aires? No, no, su hijo bromea. Ríe doña
Concepción con su risa rota y habla a un tiempo con su hijo y con los
jilgueros.
-Madre, tiene usted que comprenderme, debo irme ahora sin
perder un segundo.
¿Le dirá también que no habrá tal fiesta, que nadie acudirá
al patio luminoso? Tan ocupado estuvo los últimos días que tarde a tarde fue
postergando la explicación, el pretexto. Ahora no vale la pena. Lo que urge es
abandonar la casa y su peligro. Pero no contó con la desesperación de la señora.
Le besa, angustiada. Se le cuelga del cuello y le ciega con las plumas rojas.
-¡No te puedes ir hoy, Benjamín! ¡No te vayas, hijo!
El hombre desanuda los brazos nerviosos que le oprimen.
-Me voy , madre, me voy.
Se mete en su aposento y arroja las alforjas sobre la cama.
Doña Concepción gimotea. Junto a ella, dijérase que la
mulata ha enloquecido también. Giran alrededor del contrabandista, como dos
pajarracos. Benjamín las empuja hacia la puerta y desliza el pasador por las
argollas.
La señora queda balanceándose un momento, en mitad del
patio, como si el menor soplo de brisa le fuera a derribar entre las plantas.
-No se irá
-murmura-, no se irá.
Sus ojos encendidos buscan en torno.
-Ven, movamos la silla.
Entre las dos apoyan el pesado sillón de Arequipa contra la
puerta, afianzándolo en el cerrojo de tal manera que traba la salida.
La mulata se pone a cantar. Benjamín, furioso, arremete
contra las hojas de cedro, pero los duros cuarterones resisten. Cuantos más
esfuerzos hace, más se afirma en los hierros del respaldo.
-¡Madre, déjeme usted salir! ¡Déjeme usted salir! ¡Madre,
que vendrán a prenderme! ¡Madre!
Doña Concepción no le escucha. Riega los tiestos olorosos,
sacude una alfombrilla, aguza el oído hacia el zaguán donde arde una lámpara
bajo la imagen de la Virgen de la Merced. De la huerta, solemne, avanza el
mugir de la vaca entrecortado de graznidos y cloqueos.
-¡Madre, madre, que nadie vendrá, que no habrá fiesta ni
nada!
La loca yergue la cabeza orgullosa y fulgura su plumaje
temblón. ¿Nadie acudirá a la fiesta, a su fiesta? Su hijo desvaría.
En el patio entró ya el primer convidado. Es el alcalde de
segundo voto. Trae el bastón en la diestra y le escoltan cuatro soldados del
Fuerte.
Doña Concepción sonríe, paladeando su triunfo. Se echa a
parlotear, frenética, revolviendo los brazos huesudos en el rumor de las
piedras y de los dijes de plata. Con ayuda de la esclava quita el sillón de la
puerta para que Benjamín acoja al huésped.
Fuente:
MUJICA LÁINES, MANUEL, Misteriosa Buenos Aires. Buenos Aires, Sudamericana, 1964 (págs. 97-100)
En este blog, EL BOLICHO, se puede leer la biografía de MANUEL MUJICA LÁINEZ, que ha sido publicada el día 11 de septiembre de 2012, fecha correspondiente a su natalicio.
Asimismo el cuento, EL hombrecito del azulejo, el mismo día.
Muchas gracias.
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