UNA LAGARTIJA – JUAN BURGHI
Mañana. Estío. Resol. El pedregal de la sierra parece crujir
en el entendimiento de la lumbre. Sobre la plancha de una peña lisa, como si se
asara, una lagartija se solea. Su traje de luces concentra el sol y los
esmaltes de todo un verano, y su presencia habla de los tres reinos: animal,
pues se ve en ella una bestezuela; vegetal, por semejarse a una ramita verde; y
mineral, por parecer hecha de cobre y mica. Y también recuerda los cuatro
antiguos elementos: la tierra, en su arcilla animada; el agua, en su aspecto de
charco con verdín, al sol; el aire vibrátil, en el espejo que la circunda; y el
fuego, en el vivo llamear de sus brillos.
Así, inmóvil, hierática, es una pequeña deidad egipcia
tallada primorosamente, desde el acucioso triángulo de su cabeza de ojos
chispeantes, los soportes de sus patas, la sierpe de su cuerpo, hasta el látigo
de su cola que se prolonga en un cordelito, apéndice este que, en caso de
peligro, si se la apresa por él, lo corta de una dentellada, abandonándolo, y
durante varios minutos queda ese apéndice retorciéndose entre saltos, como una
lombriz recién desenterrada.
Recibe toda la luz y la re-crea, trocándola en reflejos y
colores. El mismo sol parece mirarla fijamente, y esa mirada del sol también la
capta y, como un espejo, la proyecta acrecentada. Toda ella es una obra de arte
acabada y perfecta, logro de un artista mágico... Hasta la piedra en que se
asienta, gris y opaca, contribuye a realzarla.
Viendo esa talla inimitable, acude a mi mente una leyenda de
tierras aztecas, leída no recuerdo dónde y titulada La lagartija de esmeraldas:
"Érase que se era un padrecito santo que moraba al pie
de una sierra, entre las inocentes criaturas del Señor, y al que todos los
pobres de la región acudían en sus tribulaciones. En una mañana como ésta,
acudió a él un indio menesteroso en demanda de algo con qué aplacar el hambre
de su mujer y sus hijos. Lo halló en el sendero, cerca de su morada, y con voz
de sentida angustia le narró sus penas, pidiéndole ayuda para remediarlas.
El buen padrecito, que por darlo todo nada tenía, sentíase
conmovido por tanta miseria, y hondamente apenado por no poder aliviarla; y así
conmovido y apenado, púsose a implorar la Gracia Divina. Mientras rezaba
mirando a su alrededor, sus ojos se posaron en una lagartija que a su vera se
soleaba, y alargó hacia ella su mano, tomándola suavemente. Al contacto de esa
mano milagrosa, la lagartija se trocó en una joya de oro y esmeraldas que
entregó al indio diciéndole: -Toma esto y ve a la ciudad y en alguna prendería
empéñalo, que algo te darán por ello.
Obedeció el indio y, con lo obtenido, no sólo remedió su
hambre y la de los suyos, sino que pudo comprar alguna hacienda que luego
prosperó, y cuando su situación fue holgada, años después, pensó que debía
restituir al legítimo dueño aquella joya que de tanto provecho le había sido.
Desempeñándola, en una hermosa mañana estival volvió con ella en busca del
padrecito, a quien halló en el mismo sitio del primer encuentro, aunque mucho
más viejo y, de ser ello posible, más pobre.
-Padrecito querido -díjole el indio-. Aquí le vuelvo esta
joya que usted una vez me dio y que tanto me ha servido. Ya no la necesito,
tómela usted, que con ella acaso pueda socorrer a otro. Muchas gracias, y que
Dios lo bendiga...
El viejecito nada recuerda ya. Con aire distraído la toma,
depositándola con suavidad sobre un peñasco. Nuevamente, y por el milagro de
sus manos, aquel objeto precioso vuelve a ser lo que antes había sido, una
lagartija, que echa a andar lenta en dirección a su cueva."
Fuente: BURGHI, JUAN, Zoología lírica, Buenos Aires,
Kapeluz, 2a. Ed. 1971 (pags. 115-117)
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