PUCHERO DE SOLDAO
cuento de RICARDO GÜIRALDES
El tren cruzaba
una estancia poblada de vacas finas que, familiarizadas con el paso del gran
lagarto férreo, pacían tranquilas.
Era un
espectáculo harto conocido y conversábamos, indiferentes, de incidencias
menores en nuestras vidas camperas.
El viejo don Juan
miraba hacía un rato por la ventanilla y veía cosas muy distintas de las que
hubiéramos podido ver nosotros.
Recuerdos. Y ¿qué
recuerdos podía no tener ese hombre de
setenta y cuatro años desde su juvenil participación en la guerra del Paraguay?
De pronto pensó
en voz alta:
-Nosotros nos
asombramos de la evolución a que hemos asistido en Buenos Aires...; es
asombroso, en efecto, lo presenciado en adelantos y perfeccionamientos pero hay
cosas increíbles en el pasado de un hombre viejo, y es como para pensar si uno
no las ha visto en otra vida. Así, pues, miro esta estancia y pienso que tal vez
sea un sueño lo que nos sucedió a un grupo de hombres en épocas diferentes de
éstas, como lo son las cruzadas de los modernos días europeos.
-¿Qué les
sucedió? -preguntamos, más por deferencia que interés.
-Figúrense que el
gobierno me había encargado de hacer una mensura poco tiempo después de la
campaña del general Roca contra los salvajes. Como el trabajo presentaba peligros, mandé pedir unos soldados a mi
amigo, y cuasi pariente, Napoleón Uriburu, que fue -se sabe- uno de los jefes
expedicionarios.
Uriburu me envió
quince hombres para completar una comitiva apta a medir tierra y defenderse por
sus cabales del posible ataque pampa.
Seríamos, pues,
veinte entre todos, con numeroso convoy de carretas y animales. Trabajábamos
sin descanso, y de noche, para mayor seguridad, hacíamos campamento rodeados por
las carretas unidas con lazos.
Un hombre quedaba
de centinela; no había cuidado que se durmiera. Los indios se presentaban de
improviso, y a nadie sonreía morir sin vender el pellejo.
Aquella noche
cayeron en número crecido. No podíamos pelear con ventaja; pero en lugar de la
atropellada que esperábamos se contentaron con incendiar el pajonal, y pronto
las llamas nos alumbraron como de día.
Había que ver,
amigo: temblábamos de miedo como nuestras sombras bailarinas. Íbamos a morir
asados si nos quedábamos. ¿Y disparar? ¿A dónde que no nos ensartáramos con las
lanzas de los salvajes que nos esperaban para eso?
Era la muerte a
fuego o hierro. Podíamos elegir.
De pronto vi la
salvación. La laguna donde habíamos dado el día antes de beber a nuestros
animales.
Di la voz, y
corrimos temerosos de no tener tiempo. El calor picoteaba ya el cuerpo, y a punto
nos largamos de cabeza en el agua, luminosa de reflejos.
Le garanto que
tengo una rebajita en el Purgatorio. Metidos en el agua hasta el cogote, vimos
llegar las llamaradas, que roncaban en una sostenida nota grave; parecía como
que la tierra se fuera en borbotones de humo, y la cara se nos asaba
materialmente. Entonces empezamos la única maniobra de defensa. Metíamos la
cabeza bajo el agua el mayor tiempo posible para evitar la quemadura de las
llamaradas que pasaban sobre nosotros, pero teníamos que respirar y así jugamos
al zambullón hasta sentir el fuego alejarse.
El agua parecía de
puchero. Pensar en salir a tierra era
locura. Nos hubiéramos cocido como bifes los pies. Optamos, pues, por
quedarnos, y, aplacado el susto, sintiéndonos como resucitar, empezamos a
mirarnos. No faltaba ninguno.
Clareaba ya la
mañana cuando salimos del agua, colorados como flamencos y tiritando de frío
por contraste.
Pero nos reíamos.
Nos reíamos los unos de los otros, a pesar de quedar sin recursos en el
desierto, porque pensábamos que el fuego encendido para nuestra muerte nos
salvaba arriando a los indios lejos de nosotros.
RICARDO GÜIRALDES
PUCHERO DE SOLDAO.
(Cuentos de muerte y de sangre)
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