sábado, 9 de febrero de 2013

EL SENTIR DE AME: CHINA Y SU LABERINTO

China y su laberinto - Amelia Requena



¡Pobre China! Sus hermanos, todos muertos. Ella, sola su alma, en ese caserón enorme, con innumerables cuartos y varios patios.

Mientras pudo, anduvo bien.
Cuando empezó a las patinadas, y éstas eran cada vez más grandes, comenzamos a sugerirle que así no podía seguir. 
Le proponíamos como compañía a esa mujer, a aquella otra. No había caso. Ninguna le venía bien. Quería seguir siendo el cacique sin plumas, dueña y señora de su toldería.

   Cuando una pariente le decía:

-China, si querés, hoy vengo a dormir con vos. La única respuesta era un gesto, que sólo ella entendía. Después, supimos que, en realidad, quería decir:

-¿Venís a dormir acá? ¡Ni se te ocurra! ¿Cómo te atrevés a interrumpir mi soledad, tan grata para mí? ¿Vos pensás que vas a entrar en mis dominios?

Y la pobre visita, se moría en la vereda, esperando que le abriera. Se gastaba los dedos tocando el timbre, se rompía las manos golpeando las ventanas, se quedaba sin voz, gritando:

-¡China, por favor, abrime!

China nos mostraba, matándose de risa, las enormes trancas de hierro, que colocaba del lado de adentro, que ella misma retiraba por las mañanas, cuando el sol estaba alto, y que guardaba con esmero para otra ocasión.

Después, la visita inoportuna, pasaba a verla y le decía:

-China, anoche vine, no me abriste. ¿Qué pasó?

-¿Viniste? No sé, no te oí.

Perdía las llaves que antes había escondido, no tenía como abrir la  puerta de calle, un zaguán pesado, antiguo. Entraba en pánico. Salía al balcón y llamaba “a las chicas de Arias” que vivían enfrente. Cruzaban Fela y Marica con el juego de llaves salvador. Lo complicado fue cuando también perdía las llaves de repuesto.

En una de mis visitas, me contó, muerta de risa, que se le había prendido fuego la campera azul que tenía puesta, que le dio gran trabajo sacársela con las llamas. Ese episodio, gracioso para ella, terrible para mí, fue el último.

Se acabó el caserón, se acabó  su libertad, terminaron sus relatos graciosos.

La anciana pícara y libre, se convirtió en un ente: muda, sin alma; sólo la muerte la liberó.

Yo quedé presa de mi culpa por haber sido quien la sacó de su casa.

Sé que no había otra solución, pero no me lo puedo perdonar.


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AMELIA REQUENA
ANTEOJOS NEGROS.
Editorial Hylas
Buenos Aires- 2007  


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