LA LEYENDA DEL JACARANDA (Corrientes, Argentina)
“Cuando los españoles comenzaron a poblar Corrientes,
trayendo consigo a sus familias, vino a habitar este suelo un caballero que traía
consigo a su hija. Una bella jovencita de escasos dieciséis años, de tez blanca,
ojos azul oscuro y negra cabellera. Se instalaron en una zona no muy retirada
de la ciudad de las Siete Corrientes, en una reducción donde los jesuitas cumplían
su misión evangelizadora y civilizadora, enseñando no sólo el amor a Cristo
sino también a cultivar la tierra a los guaraníes.
Entre los jóvenes de esa reducción se distinguía Mbareté, un
mocetón veinteañero alto y fornido, que trabajaba la tierra con tesón, como
queriendo arrancar de sus entrañas toda su riqueza y sus secretos.
Una tarde en que Pilar -la joven española- salió a caminar
en compañía de una doncella que la servía, vio a Mbareté y fue verlo y
prendarse de su apostura. El indio también la observó con disimulo al
principio, con desenfado después, y admiró su blanca piel, su negro cabello y
el color de sus ojos.
El encuentro fue fugaz. Tan sólo intercambiaron una mirada. Pero
Mbareté la siguió con la vista hasta que la joven desapareció entre unos
arbustos. El indio buscó la forma de que el jesuita le asignara tareas cerca de
las casas y, en silencio, hurgaba por cuanta abertura había, para poder ubicar
a la joven. Pilar, entre tanto, no podía borrar de su retina la imagen del
joven aborigen. No podía olvidar lo hermoso que le pareció con su torso
desnudo, cubierto de gotas de sudor que le parecían chispas del sol que se le
pegaban al cuerpo, al estar realizando su rudo trabajo.
No pasó mucho tiempo y un día Pilar y Mbareté se encontraron.
Esta vez las miradas fueron largas y profundas. Tan profundas que -sin palabras-
se adentraron en el espíritu de ambos, mutuamente.
Mbareté pidió ál sacerdote que los instruía que le enseñara
el castellano. Y aprendió rápido todas aquellas palabras que le sirvieran para
expresarle a Pilar que la amaba desde el primer día en que se conocieron. Y
buscó la forma de encontrarla a solas y poder hablarle.
esa oportunidad la tuvo el día en que halló a la joven
rodeada de indiecitos a quienes les enseñaba el catecismo. El joven se acercó al
grupo y sin musitar palabra permaneció observándola hasta que los niños se
fueron.
Entonces, Mbareté caminó junto a ella y, ante su asombro, le
habló en español -balbuceante, al principio- para confesarle su amor. Pilar se
ruborizó, se sintió confundida, quiso ocultar sus sentimientos, pero sus
hermosos ojos azules y su cálida sonrisa la traicionaron y el joven pudo
comprobar que era correspondido.
Los encuentros se repitieron. Mbareté le propuso huir
juntos, lejos, donde su padre no pudiera encontrarlos. Le habló de construir
una choza, junto al río, para ella y allí unir sus vidas. Pilar aceptó y,
cuando la choza estuvo concluida, amparándose en las sombras de una noche en
que Yasy les brindó su complicidad, escapó con su amado.
A la mañana siguiente, el caballero español buscó infructuosamente
a su hija, hizo averiguaciones y alguien de la reducción le comentó que la habían
visto frecuentemente en compañía de Mbareté y que éste también había
desaparecido.
Furioso, el padre convenció a varios compañeros para que lo
ayudaran a encontrar la pareja y, fuertemente armados, comenzaron la búsqueda. Pasaron
varios días hasta que descubrieron la choza junto al río.
Sigilosamente, tomaron posiciones para observar a sus
moradores. Así vieron llegar a Mbareté en su canoa, con el producto de su
pesca, y vieron también salir a Pilar a recibirlo.
El padre de la joven no resistió la visión de la tierna
escena de los amantes abrazados y salió de su escondite gritando el nombre de
su hija y apuntando con su arma al indio. La joven vio el fuego del odio en los
ojos de su padre y comprendió lo que cruzaba por su mente.
Trató de evitarlo; de explicarle su actitud, pero el español
siguió avanzando con el dedo en el disparador. Pilar se interpuso entre los dos
hombres en el preciso instante en que la carga fue lanzada y cayó con el pecho
teñido de rojo, fulminada por su propio padre. Al ver esto, Mba-reté quedó atónito,
tieso, sin atinar a defenderse.
Fue entonces cuando otro disparo le dio en plena frente y el
joven se desplomó sobre el cuerpo de su amada. El padre, dolorido e indignado,
no se acercó siquiera a los cuerpos yacentes e instó a sus compañeros a volver
a la reducción.
Esa noche, la imagen de su hija no pudo apartarse de su
mente, y con las primeras luces del alba, inició el camino hacia el lugar donde
tan tristemente terminara ese amor tan grande que motivó que los jóvenes se
olvidaran de sus diferencias de raza.
Cuando llegó a la choza, el español no halló restos de la
tragedia y en el lugar donde la tarde anterior yaciera la pareja -sin que
existiera ningún rastro de la sangre allí derramada- se erguía un hermoso árbol
de tronco fuerte, cubierto de flores azul oscuro que se mecían suavemente con
la brisa.
El hombre tardó en comprender que Dios había sentido
misericordia de los enamorados y había convertido a Mbareté en ese árbol, y que
los ojos de su hija lo miraban desde todas y cada una de las azules flores del
jacarandá.
(“Cuentos y leyendas de la Argentina”, José Olañeta Editor,
Barcelona en Temakel. Por Esteban Lerardo)
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